“El jardín más antiguo del que tenemos noticia data aproximadamente del año 1400 antes de Cristo y figura en una imagen hallada en la tumba de Nebamún, un alto funcionario del faraón Amenofis III en la ciudad egipcia de Tebas. La imagen muestra un recinto cuadrado encerrado por muros altos al interior del cual se encuentra un estanque rectangular con peces, patos y flores acuáticas, rodeado en sus costados por alamedas rectilíneas plantadas con palmeras dátiles y otros árboles frutales (en un costado se ve una pequeña terraza donde una mujer ofrece cestos y ánforas, probablemente de frutos y manjares cosechados del mismo jardín). Es un jardín-huerto que celebra los cultivos que se han logrado establecer en el valle del Nilo, zona de inundaciones periódicas, así como —en la forma rectangular del estanque— el sistema de agrimensura impuesto por el estado faraónico para fijar los límites de la propiedad y poder reestablecerlos cuando el suelo reemerja de las aguas. Es precisamente el trazo como marca fundante de una propiedad (la de Nebamún), el que vuelve a reproducir la imagen al encuadrar, en la pared de la tumba, un espacio de representación. Como lo dirá Horace Walpole más de tres mil años después en The History of the Modern Taste in Gardening (1782): «La jardinería probablemente fuera una de las primeras artes, sucediendo a la de construir casas, y naturalmente atendía a la propiedad y la posesión individual».
Como la escritura, el archivo y la ley, el jardín surge de la necesidad de volver a hacer reconocibles las tierras arables sumergidas tras su reemergencia de las aguas, en función de poder sembrarlas rápidamente y rendirlas productivas antes de la creciente próxima. El jardín es imagen y celebración del establecimiento de la agricultura pero a diferencia de la imagen en la tumba de Nebamún, también comparte con ésta la materialidad de agua, tierra y cultivos. Es el devenir-imagen del mundo tangible y así, también, el paso del cultivo a la cultura (conceptos que, como nos recuerda Raymond Williams, se seguirán confundiendo todavía hasta muy recientemente, como lo harán también el jardín y el huerto). Pero así, precisamente, como emergencia del signo desde la misma materialidad orgánica y mineral de plantas, suelo, agua y piedra, tal como la tierra emerge año tras año de las crecientes del Nilo, el jardín también es la gran alegoría de la cultura (y del culto, del poder faraónico y del estado que se apoya en él), mucho más que las pirámides. Como afirma Michael Jakob, «todo jardín … se presenta como reflejo de un sujeto privilegiado, de un ‘monarca’. El jardín reivindica, preconiza, impone, por complejo que sea, un punto de vista. Aparece como un dispositivo hípersemantizado en beneficio del poder (al menos del poder del hecho de mostrar, de la exhibición) que pone en escena». Es este mismo poder «divino», potestad del monarca soberano, capaz de sobreponerse al ritmo de las estaciones y de someterlas a una voluntad formativa, el que celebrarán siglos más tarde los míticos jardines colgantes de Semiramis en Babilonia (atribuidos por investigaciones arqueológicas más recientes al rey asirio Senajerib de Ninivé, 704-681 AC) o los jardines persas de donde entraron al mundo occidental la palabra y el concepto del paraíso. Son, todos ellos, monumentos que celebran la capacidad aún reciente de la ciudad-estado y de su príncipe por amaestrar la contingencia de su entorno: la misma ciudad es producto del refinamiento de cultivos de los que el jardín es imagen y espejo, generando sistemas de almacenaje y reserva alimentaria que permitieron la emergencia en forma permanente de las grandes y complejas aglomeraciones.
Por Bernal Díaz del Castillo, autor de la Historia verdadera de la conquista de Nueva España escrita en la segunda mitad del siglo XVI, sabemos de los jardines aztecas de Chapultepec, construidos por el emperador Netzahualcoyotl a comienzos del siglo anterior, aprovechando el sofisticado sistema de irrigación que asimismo abastecía a Tenochtitlán, la ciudad capital. Afirma el conquistador español (quien alcanzó a conocer el jardín imperial en la época de Moctezuma) que decenas de hortelanos se abocaban ahí a cuidar los huertos medicinales en torno a una gran cantidad de estanques de agua dulce, y que en sus jaulas y arboledas vivía una cantidad enorme de águilas, papagayos, quetzales y aves de patas largas, habitantes éstos últimos de una gran laguna artificial. Cientos de indígenas, cuenta Díaz del Castillo, se dedicaban exclusivamente a la alimentación de aves y pajarillos y a la limpieza de sus nidos y al cuidado de sus huevos, mientras otros se encargaban de la casa de las fieras que albergaba, entre otros muchos animales, a lobos, zorros, serpientes y víboras que se guardaban en jaulas y tinajas para acompañar con sus bramidos y silbidos a los dioses más temibles. Cada año, cuenta el cronista, la cantidad de plantas y de bestias incrementaba gracias al ingreso de nuevas especies traídas por los mensajeros reales desde las selvas más remotas; en su conjunto, ese jardín era una síntesis del cosmos donde lo más hermoso convivía con lo monstruoso y terrible.
Homero, en el séptimo canto de la Odisea, describe el jardín de Alcínoo, rey de los Feacios que habitan la isla de Esqueria, como «un gran huerto» vallado en sus cuatro costados con dos fuentes al centro, y donde nunca escasean las frutas en germinación: «…unos árboles crecen allá corpulentos, frondosos: hay perales, granados, manzanos de espléndidas pomas; hay higueras que dan higos dulces, cuajados, y olivos. En sus ramas jamás falta el fruto ni llega a extinguirse, que es perenne en verano e invierno; y al soplo continuo del poniente germinan los unos, maduran los otros: a la poma sucede la poma, la pera a la pera; el racimo se deja un racimo y el higo otro higo. […] Por los bordes del huerto ordenados arriates producen mil especies de plantas en vivo verdor todo el año. Hay por dentro dos fuentes: esparce sus chorros la una a través del jardín y la otra por bajo del patio lleva el agua a la excelsa mansión donde el pueblo la toma». Como el de Nebamún, el jardín real de Alcínoo es más que nada un huerto, pero como aquél también está apartado de los cultivos agrícolas por altos muros para proteger su productividad, aún superior a éstos. Como nos revela el texto que lo canta, allí la ostentación del bienestar prevalece sobre la función alimentaria; como en el jardín imperial de Netzahualcoyotl, el signo es todavía más que la suma de las cosas que lo componen. El jardín de Alcínoo, aun cuando promete saciar para siempre el hambre y la sed, se dirige más al ojo que al estómago y la garganta; y es, precisamente, en ese devenir-imagen que corrobora el poema (como, más tarde, lo harán los frescos de los jardines romanos hallados en Herculaneum), que reconocemos en él la figura del jardín.
Más reciente que el homérico —pero remontándose a la vez al origen mismo del tiempo— es el mito judeocristiano del Edén, el jardín de Jehová de donde fuimos expulsados a raíz del pecado original. También aquí el jardín es alegoría del poder, pero ya no de rey terrestre sino del celeste; es el mundo del orden divino aún no interferido por los mortales. Y es este orden perdido que, según la tradición bíblica, todo jardín se empeñará desesperada e infructuosamente por recuperar. De ahí que, en el mundo occidental, el tiempo del jardín se vuelva escatológico, un tiempo del interregnum tensado entre el pasado perdido de vivir en la gracia de Dios y su recuperación al fin de los tiempos cuando los justos asciendan al reino de los cielos (como lo hacen el Dante y su amada Beatrice al final de La Divina Comedia, donde la antesala del paraíso es, precisamente, el jardín del Edén en la cima del Monte Purgatorio). La figura del jardín entonces se complejiza: al mismo tiempo que se vuelve metáfora del sufrimiento que debemos padecer como mortales y de la insuficiencia de nuestros quehaceres ante la inalcanzable perfección de Su creación, también es la alegoría moral de una vida virtuosa que en el cuidado mutuo y la convivencia armónica con lo viviente (como la habrían practicado los santos de inclinaciones paganas como Francisco de Asís o Antonio de Padua) ya estaría anticipándose a la eternidad que adviene. En el jardín occidental estriba así, por un lado, la ecofobia o rechazo hacia un mundo material «caído», impuro, sucio, heredado de los pueblos nómades del desierto, que aflora nuevamente en la teología medieval (como dirá San Agustín en su comentario al Evangelio de Juan, «Si delectat te mundus, semper vis esse immundus; si autem iam non te delectat hic mundus, iam tu es mundus» —si el mundo te deleita, siempre serás inmundo; solo cuando ya no gustes de este mundo serás puro). Pero al mismo tiempo y contrario a esa fuga de todo lo mundano, el pequeño jardín-paraíso que ocupa el seno mismo de los monasterios donde los creyentes se refugian de ese mundo caído, está atravesado nuevamente por el afán místico de encontrar en la comunión con lo viviente el camino hacia la salvación. Tanto en la tradición judeocristiana como en la grecolatina y oriental, entonces, la noción del jardín es asociada a la del límite que lo aparta no solo de la naturaleza externa sino también de las relaciones de producción (de la naturaleza cultivada): aun cuando celebra y potencia a estas últimas en su capacidad de proporcionar abundancia y bienestar, en cuanto figura de orden y armonía, también se separa de ellas y alegoriza la soberanía —la capacidad de trascender lo meramente viviente y material— encarnada en los poderes políticos y cúlticos de ciudad, estado e iglesia.
Esa asociación parece común a las culturas y épocas más diversas. El náhuatl distingue entre los jardines amurallados (xochitepanyo) y los jardines de flores más humildes, cercados apenas por una barda de cañas o de ramas (xochichinancali), y aún los “palacios de flores” (xochiteipancalli) de mayor opulencia. Ya hemos mencionado la etimología persa del griego parádeisos —jardín— que proviene del avestano pairidaēza (de pari: «alrededor» y daēza: «arcilla»), literalmente «muro circundante», término usado para referirse a jardines generalmente rectangulares y encerrados por muros. El chārbāgh islámico (en persa antiguo: «cuatro jardines»), tal como se encuentra aún en palacios y sepulturas en Irán, Afganistán, Paquistán y la India, preserva el diseño geométrico de estos jardines antiguos en su división cuadriculada con dos ejes de caminos o acueductos cruzados, en representación de los cuatro jardines del paraíso que describe el Corán. La raíz indoeuropea ghorto, en tanto, remite a las nociones de «cerca», «borde», «apartamiento». De ella proviene la moderna voz francesa «jardín» (que de ahí pasa a las lenguas ibéricas), diminutivo de jart —huerto— que es a su vez el origen de la voz inglesa yard, patio, que en Norteamérica se sigue usando como sinónimo de jardín. En antiguo alemán, gart (del indoeuropeo antiguo gher, cerca) significaba «círculo»; de la misma raíz provienen tanto el griego khórtos (recinto, cercado) y el latín hortus, huerta, como la voz inglesa court («patio» pero también «juzgado», «dominio») y la voz rusa ogorod, jardín de legumbres. Tuin, la palabra holandesa para jardín, tiene el mismo origen en el antiguo alemán tun —cerca, vallado— que la voz inglesa town, que en el Medioevo designaba a un pueblo fortificado, lo mismo que la voz francesa ville que proviene, en cambio, del latín villa, por finca o hacienda. «Parque», mientras tanto (del antiguo inglés pearroc, tierra encerrada), comparte etimología con el holandés moderno perk, macizo de flores. El jardín, como indican esos parentescos etimológicos con la ciudad, la casa y la división de tierras que marca el origen de la agricultura, se ubica en una compleja posición de confluencia y separación respecto a todas éstas, que abre un espacio y tiempo sígnico de autorreflexividad sobre sus relaciones mutuas. Campo, ciudad y casa se encuentran y se separan en el jardín que es, en relación a ellas, a un mismo tiempo utopía, heterotopía y extopía (aunque nunca en la misma medida). Es la imagen ideal que las trasciende a todas, pero también el espacio y tiempo que las contiene por igual y suspende su separación. Y es, por fin, lo que yace por fuera de ellas sin dejar de ser una realidad material y tangible: un no-lugar pero también un híper-lugar y un afuera radical. La historia de los jardines, de hecho, podría contarse por entera como oscilación entre estas tres figuras: utopía, heterotopía, extopía.
Del orden de la primera son, o aspiran a ser, los jardines humanistas del siglo XVI, época en que aflora asimismo el género literario-filosófico al que dio nombre el libro de Tomás Moro de 1516. Leemos allí que «los utópicos cuidan mucho de sus jardines, en los que cultivan la vid, árboles frutales, plantas y flores muy bellas, y cuidado todo con tanto esmero que sus frutos se consideran los mejores y de más positivo rendimiento. Su interés por esos cultivos no proviene solo de su propia satisfacción, sino de los concursos de las calles para destacar qué jardín es el mejor cultivado»; antecedentes directos, éstos últimos, de las contiendas por cultivar «la cuadra más verde del barrio» que se realizan cada año en la ciudad de Nueva York y en las que aún resuena sin que nos demos cuenta el viejo afán utópico. Si el jardín-huerto de Moro presenta características de convivencia democrática y horizontal, los jardines de La ciudad del sol de Tommaso Campanella o de La Nueva Atlántida de Francis Bacon resaltarán, en cambio, la armonía de proporciones de los jardines de Heliópolis o la sofisticación tecnológica de las obras de mantenimiento y riego de los de Bensalém, en consonancia con las convicciones teocráticas y fisiócratas de sus autores.
Mención especial merecen los jardines de la isla de Citera en Hypnerotomachia Poliphili o El sueño de Polifilio, de 1499, texto atribuido al fraile dominicano Francesco Colonna a quien las primeras letras de cada capítulo indican como el verdadero amante de la bella y espuria Polia («muchas cosas», en Latín). Gran alegoría de la curiosidad y la sensibilidad —de la pasión por el saber y la belleza que en el fondo son la misma cosa— la isla-jardín de Venus adonde viajan los amantes tiene un marcado diseño geométrico formado por sucesivos anillos circulares en bandas concéntricas, atravesadas por ejes diagonales que las dividen en sectores, diseño que se recuperará cuatro siglos después en las ciudades-jardín del urbanista inglés Ebenezer Howard. Pero ya en los grandes jardines renacentistas como los de la Villa Medici en Fiesole, los de la Villa d’Este en Tívoli cerca de Roma o los Jardines de Bóboli en Florencia, el jardín isleño de los relatos utópicos resuscita en versión invertida en la isola que, muchas veces en forma de fuente en el medio del estanque, ofrece al centro del diseño un contraste grotesco al orden geométrico y racional que confluye sobre ella. Como afirman Fernando Aliata y Graciela Silvestri, en el jardín humanista del Renacimiento «la analogía medieval entre jardín y Paraíso bíblico se enriquece con la intersección de la Arcadia pagana… utopía en el sentido estricto». El jardín, en su perfección geométrica, evoca ahora no apenas el orden de la creación perdido con la expulsión del Edén sino, ofreciéndose en visión panorámica a través de sucesivas terrazas en leve bajada, «un momento en que el universo de la racionalidad ha llegado a dominar la oscura natura».
Esa exaltación del triunfo de la ratio llegará a su cúspide con las grandes alamedas, topiarios y terrazas que Le Nôtre diseñará, primero, para el ministro de hacienda del Rey Sol, Nicolas Fouquet, en su mansión de Vaux-le-Vicomte, y luego para el propio soberano y en versión aún más agigantada en Versalles. Pero ya en el mismo siglo XVII comienza, en parte como respuesta al gigantismo absolutista, cierto giro de una idea utópica hacia un nuevo concepto “heterotópico” del jardín, cuyo espacio se permeabiliza cada vez más hacia la naturaleza circundante. El mismo Bacon, artífice imaginario de la utópica Atlántida, publica en 1625 el breve ensayo Of Gardens, verdadero manual de horticultura donde aboga por incluir, además del césped al frente y el área central con su fuente, topiario, senderos y alamedas, un «brezal o desierto» (a heath or desart) para completar la armonía del conjunto con la composición, al fondo del espacio ajardinado, de una versión en miniatura de la vida silvestre en contra de la cual habían militado los «jardines de la inteligencia» del absolutismo. Ahora, en cambio, se tratará de construir al interior mismo del reducto de orden que es el jardín una representación que se asemeje al máximo a lo que yace a su exterior: «En cuanto al brezal —escribe Bacon— lo quiero enmarcado lo más posible por una naturaleza salvaje. Árboles yo no tendría allí, sino algunos matorrales formados solo por rosas eglanterias y madreselvas, y algunas viñas silvestres en torno. Y el piso sembrado de violetas, frutillas y primaveras, pues éstas son dulces y prosperan en la sombra. Y que estén esparcidos por el brezal, aquí y allá, sin orden alguno. También me gustan pequeños montículos, del orden de las toperas (como se encuentran en los brezales salvajes), a ser instalados, algunos, con tomillo silvestre, otros con camedrio que da al ojo una buena flor, otros con hierba doncella…».
En realidad, Bacon (o quizás alguno de sus sucesores como Uvedale Price o William Gilpin, portavoces del pintoresquismo dieciochesco que llevará aún más lejos ese nuevo gusto por la irregularidad en las formas naturales al convertirla en el principio rector del jardín entero) bien podría ser ese visitante anónimo quien, en La quérelle des jardins de Raúl Ruiz, acude repetidamente a salvarlo (para su fastidio) a un joven caminante de sus atisbos de suicidio, señalándole los efectos terapéuticos de las perspectivas y la variedad sobre el alma atormentada. La ironía de ese corto filmado en 1982 para la televisión francesa es, sin embargo, que ese jardín “inglés” (en realidad, se trata de una sección del Bois de Boulogne organizada según la estética ecléctica del siglo XIX) le hubiera convenido mucho más a la esposa del joven que, simultáneamente, intenta infructuosamente encontrarse a escondidas con su amante en el parque de Versalles, escenario en cuya geografía transparente y monumental de senderos, terrazas y rotondas resulta imposible esquivar la mirada de todos, suegras, amigos y ex rivales incluidos. Mejor no citarse ahí donde todo el mundo se da cita, parece recomendar el film, y sí allí donde cada paso nos lleva a un nuevo escondite diferente.
El gusto “inglés” por la variación y la “naturalidad” encontrará un primer apoyo conceptual importante en la noción del sharawadgi (del japonés «shara’aji», incontable), atribuída erróneamente a la jardinería china por el diplomata William Temple en su ensayo Upon the Gardens of Epicurus (1690). Allí, Temple desarrollaba una estética del jardín que reniega de la simetría y las líneas rígidas en beneficio de la apariencia orgánica y espontánea (concepto puesto en práctica en su mansión de Moor Park, Hertfortshire, huerto frutal visto muchas veces como un precursor temprano de los grandes jardines «paisajistas» en Blenheim, Chiswick, Stowe y Stourhead, etre otros). Una herramienta clave en esa introducción del concepto de belleza natural al jardín a través de la reinterpretación del borde como zona de transición y continuidad entre jardín y «paisaje» será el Ha-ha –foso invisible desde la distancia, a veces con una canaleta, otras como un simple desnivel con el terreno circundante– introducido por primera vez por el arquitecto y paisajista Charles Bridgeman. Como una suerte de trompe l’oeil en tres dimensiones, el Ha-ha mantiene fuera del jardín al ganado y los animales silvestres al tiempo que, desde un punto de vista distante, ofrece un plano ininterrumpido entre el gran prado de hierba del jardín y los campos a la distancia; zonas exteriores que, ahora, los jardineros paisajistas como William Kent y Lancelot «Capability» Brown empezarán a intervenir con plantaciones estratégicas de árboles a la distancia y nivelaciones de barrancos y colinas para enmarcar sus creaciones. En palabras de Walpole, con la emergencia del parque paisajista, el jardinero «saltó el cerco y vio que toda la naturaleza era un jardín… Entonces, manejando sino los colores de la propia naturaleza y capturando sus aspectos más favorables, los hombres vieron emerger ante sus ojos una creación nueva. El paisaje vivo fue enmendado y pulido, aunque no transformado».
Ya no locus amoenus de otredad radical respecto a una «naturaleza» externa, caótica y amenazante cuyo adiestramiento triunfal ostentaba el jardín renacentista y el del racionalismo francés, el landscape garden inglés (con antecedentes en los jardines barrocos germanos y holandeses) se destacará, ahora, por el artificio aún mayor de ofrecerse en continuidad con la naturaleza silvestre y la campiña agrícola al mismo tiempo que las pretende contener en su totalidad. Si ahora «toda la naturaleza es un jardín», el jardín se vuelve él mismo un compendio aglutinador de «toda la naturaleza» —a veces literalmente, como en los «jardines universales» (Weltgärten) de los centros imperiales y mercantiles como Viena, Ámsterdam o Londres donde el alcance de poder geopolítico se refleja en la variedad de materia floral y botánica «aclimatizada». Más adelante, en el siglo XIX, las grandes exposiciones universales también incluían recreaciones de jardines exóticos (como el pabellón del Brasil en la gran exposición parisina de 1889 que, valiéndose de la novedosa tecnología de calefacción a gas, ofrecía al público francés un jardín amazónico en miniatura en cuya fuente central flotaban unas Victoria regia, planta acuática enorme cuya hojas alcanzan hasta un metro en diámetro). Ya no más utopos, el jardín deviene heterotopía, un «espacio otro» capaz de yuxtaponer y hacer convivir en un mismo terreno (cuyos bordes, en lugar de las antiguas murallas, son ahora zonas de negociación y transferencias mutuas) a formas y contenidos distantes y hasta contradictorios.
Cabe recordar que los jardines botánicos y parques públicos del Nuevo Mundo predatan en al menos medio siglo a los europeos. El Castillo de Chapultepec, residencia de verano construida a las órdenes del virrey Bernardo de Gálvez en 1785, aprovechaba y reacomodaba lo que quedaba de los antiguos jardines aztecas; a los pocos años y bajo la administración de Revillagigedo, se agregaba al predio un jardín botánico para el estudio de la aclimatación de plantas exóticas. Para entonces, ya existía desde casi dos siglos la Alameda mexicana —primer parque público de cualquier ciudad hispana— construida en 1592 y por tanto adelantada en cuatro décadas al Jardin des Plantes parisino (construido recién en 1635) y siete a las Tullerías, abiertas al público general en 1666. Según indican las ordenanzas municipales, durante las primeras décadas fueron recurrentes las dificultades en cuanto a prohibir el pastoreo de animales, el asentamiento de chozas y casitas y hasta la tala de árboles para leña en los terrenos parquizados.
En Lima, la primera alameda data de 1609, construida por Cristóbal Gómez en las cercanías del convento de los monjes descalzos junto al río Rímac, zona donde el Marqués de Montesclaros —Virrey del Perú entre 1607 y 1615— solía pasar sus veranos. Estaba conformada por ocho hileras de árboles que se extendían por más de quinientos metros, con tres fuentes decorativas en la calle del medio (sucesivamente, el terreno resecado obligó a reforestaciones en 1611 y 1615, respectivamente, en las cual se plantaron sauces). La Alameda santiaguina, en tanto, conocida en la época colonial como Paseo de la Cañada (debido a su ubicación sobre un antiguo brazo del río Mapocho) y más tarde como Paseo de las Delicias, data de finales del siglo XVII o principios del XVIII, distinguiéndose ya en el plano de la ciudad confeccionado por Amadeo Frezier en 1713.
Pero el jardín, además de imagen del locus amoenus utópico y de zona heterotópica de transición entre casa y calle, ciudad y campaña, también plantea un espacio y tiempo alternativo a los de la ciudad o el reino: el jardín es extopía, en tanto se ubica en un tiempo y espacio apolítico. Para acudir a sus dominios, primero hay que apartarse de la polis. Así lo entendían las escuelas filosóficas de la Grecia antigua que, como la Academia platónica o el Liceo aristotélico, se hallaban fuera de las murallas. Para dedicarse al ejercicio de la razón como un bien en sí mismo más que un medio para alcanzar un fin, primero hay que tomar distancia de la ciudad como teatro de lo político y escenario del comercio, de la razón instrumental. Aún más lejos, en términos conceptuales antes que geográficos, fue la escuela epicuréica también conocida como «los filósofos del jardín». En el jardín de Epicuro, situado junto a la puerta de Dipylon en el límite de Atenas, el grupo de discípulos se esforzaba, en el ejercicio diario de convivencia cuidando las plantas en el jardín y la huerta, a alcanzar el estado de serenidad que denominaban ataraxia (literalmente: la no perturbación). La ataraxia es un tipo de equilibrio, satisfacción y autosuficiencia que se alcanza solo al haber aprendido desprenderse de la ambición individual pero sin desatender por ello, en el cuidado de los otros y de las cosas vivientes, el de sí mismo que se halla a través del placer (aponia o el estado de ausencia de dolor). Un espíritu cultivado, para los epicuréicos, se forjaba en el ejercicio de cultivación del mundo y de uno mismo. Como lo explica Harrison, «el jardín cumplía un papel pedagógico crucial, pues al revelar diariamente la interconexión entre crecimiento y decadencia, al revelar cómo la muerte es la consumación y no meramente la terminación de la vida, también contribuía a renaturalizar la mortalidad humana… En otras palabras, la ansiedad no era tanto superada sino más bien transfigurada por la vida filosófica, de la misma manera en que los jardines —cuando son bien concebidos— transfiguran la naturaleza en vez de superarla».
La extopía del jardín tiene otra dimensión que es quizás aún más importante. Porque la «historia oficial» del jardín que acabamos de bosquejar es, como todas las historias oficiales, una historia sesgada, sustentada por un archivo constituido más que nada por lo que excluye a raíz de prejuicios étnicos, clasistas, religiosos y de género. Fuera de relato quedan, las más de las veces, los huertos y las parcelas obreras en los centros industrializados que siguen resistiéndose a la desapropiación de las tierras comunes y al desarraigo campesino al trasladar y reinventar formas de cultivo aún en las condiciones adversas del conventillo y la barriada. Poco sabemos de las huertas medicinales cultivadas, durante siglos, en Europa y las Américas por curanderas en su gran mayoría mujeres quienes, contra la violencia homicida de la Inquisición y de los aparatos represivos del estado y de la ciencia, legaron a nuestro presente un patrimonio invalorable de saberes farmacéuticos, homeopáticos y psicotrópicos así como de convivencia con el mundo vegetal más ampliamente, saberes que la metrópoli —como demuestra Samir Boumediene en su bella historia de las plantas medicinales del Nuevo Mundo— se empeñaba por extirpar y someter desde los primeros días de la colonización.
Y casi no hemos hablado todavía de los jardines no occidentales: no solo aquellos que, en distintos momentos de expansión imperial comenzaron a proveer de ingredientes a la dieta occidental, a través de las huertas y los campos transoceánicos, como la manzana, el tomate o las papas así como los que, desde el siglo XIV, llenaron de flores al todavía pobre y verdoso jardín medieval (el episodio más conocido en esta historia es el frenesí de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII, importados desde Turquía y objeto del primer crash bursátil al desplomarse el precio de los bulbos). También existen jardines ahí donde el ojo imperial hasta hoy se resiste a reconocerlos, como es el caso de los huertos de esclavos y de las tierras cultivadas en los pueblos cimarrones en la franja atlántica circum-caribeña y el Pacífico colombiano, así como los jardines rotativos que cultivan muchos de los pueblos amazónicos acomodándose —y colaborando con— los ritmos de regeneración del suelo y de la materia vegetal, como demuestran los abundantes hallazgos arqueológicos de las «terras pretas» esparcidas por toda la región. La extopía del jardín, antes de ser una de sus modalidades formales, apunta así antes que nada a su carácter anárquico, fuera de archivo: los jardines, en su gran mayoría, son el fuera-de-campo del relato histórico —pero es así, quizás, que aún hoy cuando la historia misma parece encaminada a su agotamiento, ante una catástrofe ecológica de dimensiones imponderables, el jardín todavía encierra un resto de potencialidad, una pequeña promesa de sobrevida.