Texto completo en el Blog del Journal of Latin American Cultural Studies
(Cartel de Ação Integralista Brasileira, años 30)
Como la explosión de un absceso purulento, la victoria con más del 55 % en las elecciones presidenciales brasileñas de un candidato abiertamente racista, misógino y homofóbico, defensor entusiasta de dictaduras y de la tortura de opositores, partidario de soluciones eugenésicas para indígenas y afrobrasileños a quienes ha tildado de hediondos, ignorantes y criminales –cuando no directamente de cualquier disidencia política, religiosa o cultural– produce al menos un efecto saludable de sinceramiento. Porque no solo, como era de esperar, no perdieron tiempo en celebrar la llegada a sus filas del Führer tropical los Trump, Salvini, Le Pen, Orban — la lista podría alargarse infinitamente. También las educadas y cosmopolitas “derechas democráticas” de nuestras republiquetas vecinas, cuyas loas cantaba hace apenas unos años el editorialismo de cuello blanco, se aprestaron por hacer constar, por si quedaba alguna duda, de que también ellas, por supuesto, habían militado desde siempre en la falange donde reviste el reservista vencedor. Era uno más del palo el verdeamarillento, sacaban pecho los Piñera, los Macri, los Cartes; verdadero visionario –se emocionaba el canciller argentino Faurie ya tras la primera vuelta– con el ojo puesto en el futuro y no en el pasado. Pero si era tanto el apuro de los hasta anoche vestales del republicanismo pampeano por probarse la camisa marrón antes de que se las arrebate el primer hijo de carnicero, ¿no se cae por su propio peso la teoría de los dos demonios, previsiblemente desempolvada por personajes nefastos como el ex-presidente FHC? En declaraciones a la Folha el ex-sociólogo hacía saber que, contrario a lo que las incontinencias del personaje parecieran indicar, los brasileños no habían depositado su fe en un nazi confeso, ni siquiera un fascista, no: apenas un “autoritario”, esa mágica palabra-coartada que ya le había rendido tan buenos servicios, a FHC y sus socios, en los viejos buenos tiempos de la “transición democrática”. Y cuyo diagnóstico, como seguramente no tardarán en rematar los Vargas Llosa, los Castañeda y otras viudas del neoliberalismo noventista, ¿no había sido comprobado, precisamente, por la reciente elección mexicana de otro demagogo carismático, no importa que de prédica diametralmente opuesta a la del capitán carioca? ¿La culpa no será, por tanto, y como era de esperar, del infame populismo, ese que ahora se lame sus heridas cuando había desatado él mismo la bestia que ahora lo devora? ¡Ya está en los quioscos! — solo que, por más que la repitan, esa tierna fábula liberal de aprendices de brujos no deja de chocar con el sencillo hecho de que los votantes del ex-militar y los del ex-alcalde de la capital azteca no son en su inmensa mayoría los mismos, como tampoco lo son los del ex-obrero metalúrgico: si fuera solo por el voto de los favelados, los nordestinos, los sectores de menos recursos –la plebe, en suma– Haddad habría ganado de manera contundente. En cambio, ya lo han dicho voces más calificadas, los problemas empiezan cuando los que ya no quieren pertenecer a ese pueblo populista, esas proverbiales cuarenta millones de ex-pobres, “la nueva clase media de Lula”, se desmarcan de esa alianza con la violencia propia de los conversos. Pero si ése es el eje por el que gira el giro fascista: ¿qué expresa la aceleración vertiginosa de su espiral violenta? ¿Hacia donde apunta su odio?
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