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Capitaloceno

(Extracto de: Mundo inmundo: cine, desastre y sobrevida. Buenos Aires: Las Cuarenta, 2025)

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En la secuencia final de Aquarius (2016), segundo largometraje de Kléber Mendonça Filho, Clara –la protagonista interpretada, como mujer mayor, por Sônia Braga y, de joven y recién recuperada de una enfermedad grave, por Bárbara Colen– acude a las oficinas de la constructora que compró todo su edificio menos el apartamento en donde vive. Habiéndose enterado del estado irrecuperable de la vivienda, debido a los nidos de termitas que la empresa trajo de un predio demolido y desparramó por los apartamentos vacíos, Clara confronta a Dom Geraldo –el propietario de Bonfim Construcciones– y a su nieto Diego, responsable del “proyecto”. Si estos ya huelen la victoria viendo a Clara de valija hecha y lista, parece, a cobrar por fin su cheque y abandonar el Edificio Aquarius, ella tiene otras ideas: “Sobreviví al cáncer. Hace más de treinta años,” les dice, “y en estos días he ido pensando: en vez de tener un cáncer prefiero dárselo.” Acto seguido, abre su valija y desparrama sobre la mesa de conferencia las maderas infestadas. Mendonça Filho corta de la expresión de susto en la cara de los inmobiliarios a las termitas entrando y saliendo de sus túneles mientras escuchamos, no (como antes en la secuencia gótica de su hallazgo en el edificio) su vaivén en la madera carcomida sino otra vez la música que ya había acompañado a la secuencia inicial, de postales históricos de Recife y del barrio playero de Boa Viagem donde transcurre el film. Es una canción de Taiguara (el cantautor más censurado de la música popular brasileña), titulada “Hoje” (Hoy) pero grabada en 1968, aún antes del pasado narrativo que la declaración de Clara vuelve a traer a escena: “Hoy/ llevo en mi cuerpo las marcas de mi tiempo, / mi desesperación, la vida de un momento, / la grieta, el hambre, la flor, el fin del mundo…”

Aquarius trabaja en el medio fílmico (y en su relación con los cuerpos y con la ciudad) la tensión entre inmundo y sobrevida. Con inmundo nos referimos aquí, en un sentido más amplio, al colapso cada vez más vertiginoso de las relaciones de reciprocidad, antagonismo y complementación entre existentes que en su conjunto componen al “mundo” como semiosis extendida y como medio habitable. Al mismo tiempo, y en sentido más estrecho, inmundo remite (tal como usaremos el término) a ciertas formas de interrupción o repliegue del “hacer mundo” cinematográfico, es decir: a la puesta en tensión de la dimensión geo- y biomórfica de un film con la antropomórfica, conflicto o quiebre que dificulta y hasta a veces impide que “habitemos” sin más el cronotopo fílmico. En algunos casos, esa dificultad de encontrar un modo de habitar lo que, por tanto, tarda en ofrecérsenos como mundo, es instalada desde las primeras tomas, como acontece en Surire de Perut y Osnovikoff. En otros, como en Aquarius, la experimentamos más bien gradualmente al perder pie en lo que, al inicio, todavía dábamos por sentado en su carácter macizo e inamovible de un espacio-tiempo, un “mundo”, que envuelve a la acción. De esa puesta en abismo del mundo fílmico, surgen espacios y tiempos vivenciales de una singularidad radical y ya imposibles de ser remitidas a conjuntos mayores (“mundos”), cronotopos propios de un cine que proponemos pensar como “neorregionalista”, tanto por ese aferramiento a lo concreto y particular como por el modo en que, como ya había acontecido en América Latina con el regionalismo literario, esa singularidad emergente es asociada a momentos de intensificación y colapso de la matriz extractiva del capitalismo. Lo que llamaremos sobrevida tiene que ver, entonces, con la manera en que un film, a pesar de todo, nos hace demorar en un tiempo y espacio que resisten nuestro habitar o donde, de a poco, vamos perdiendo anclaje. La sobrevida es el modo en que ciertos films nos enseñan a perdurar en la intemperie del sentido. (…)

El final de Aquarius, donde se yuxtaponen conflictos político-sociales con tramas corporales de enfermedad y sanación y todavía otras de formas no humanas de producción-destrucción, construye una de las imágenes más potentes del Capitaloceno como convergencia y solapamiento entre el capital y la red viviente que éste coloniza y fagocita. Recordemos rápidamente la trama del film. Desde el comienzo, Mendonça Filho nos ubica entre diversos marcos espaciales, desde los arrecifes en la playa de Boa Viagem de donde su cámara panea al grupo de jóvenes llegando en auto para fumarse un porro, a la avenida costanera y al predio donde ya los están esperando para una fiesta de cumpleaños. El año, 1980, la música que suena en la casetera: Queen, “Another one bites the dust”. Al rato, cuando el grupo regresa al apartamento donde celebra su septuagésimo aniversario la tía Lúcia y que Clara seguirá habitando años más tarde, nos enteramos de la ironía de esa selección musical: la de pelo corto que les hizo escuchar la canción a su hermano y su cuñada, es quien no mordió el polvo sino que sobrevivió, tras larga y dolorosa terapia, al cáncer (como contará emocionado su marido Adalberto a la hora de los brindis).

Y es otra vez la playa de Boa Viagem hacia donde sale Clara, ahora de larga cabellera oscura, treinta y cinco años más tarde, tras un fade-out de la fiesta y los bailarines, algunos de los cuales volveremos a encontrar ya sea en carne viva o en calidad de fantasmas (como Adalberto, fallecido hace diecisiete años). El asunto es que la playa, ahora, aparece cercada, de un lado, por una falange de altos edificios y del otro, por los tiburones sobre los cuales nos advierte el gran cartel en portugués e inglés a la entrada de la playa y también Roberval, el simpático guardacostas (Irandhir Santos) quien escolta a Clara hacia la marea. También el edificio, ahora de frente azul y ya no rosada, acusa el paso del tiempo: no solo está rodeado de torres que le hacen sombra sino, además, el departamento de Clara (por cuya colección de discos, libros, posters y objetos la cámara panea como haciéndoles caricias) es el último que permanece habitado. Todos los demás están vacíos y en poder, garajes incluidos, de la empresa Bonfim cuyos dueños –Dom Geraldo y su nieto Diego (Humberto Carrão), recién egresado de una escuela norteamericana de “business”– no tardan en aparecer en la puerta de Clara para entregarle su nueva y mejorada oferta de compra. Con, además, una buenísima noticia (le dice el joven, guapo y simpático empresario novato): el proyecto ahora llevará el nombre del edificio que antes existía en su lugar – es decir, el mismo que Clara todavía se empecina en habitar: “Aquarius”. Las cosas, de ahí, no tardan en empeorar: ante su negativa a vender, Clara sufrirá, paulatinamente, los acosos de una orgía nocturna en el departamento de arriba y de la ocupación dominical del edificio entero por los fieles de una iglesia pentecostal, aún antes de que unos obreros arrepentidos de la compañía le revelan el secreto de vida animal que carcome sus vigas y paredes.

El film, entonces, se vale de un marco genérico muy específico, o más bien de un tipo de arquitectura narrativa y escénica que la crítica Pamela Robertson Wojcik propone llamar “el complejo de apartamentos” (apartment complex), trazando sus ramificaciones desde la comedia romántica (The Apartment – Billy Wilder, 1960) al horror psicológico (Rosemary’s Baby – Roman Polanski, 1968), pasando por el thriller (Rear Window – Alfred Hitchcock, 1954). En todos ellos, sugiere Robertson Wojcik, el escenario del apartamento “no solo desencadena la acción sino que proyecta y delimita la identidad de un personaje en términos de género, raza, etnicidad y clase” – con frecuencia, como una especie de lugar iniciático donde se pone a prueba la suerte de la futura pareja (Breakfast at Tiffany’s – Blake Edwards, 1961) o se cae en la telaraña de los fantasmas que habitan ese espacio (Le locataire – Roman Polanski, 1976). Sea la que fuese la afiliación genérica, concluye la autora, el conflicto casi siempre gira en torno del nuevo sujeto al que el apartamento, como unidad habitacional novedosa de la ciudad de posguerra, le proporciona un lugar a la vez íntimo y en interacción estrecha con su entorno: la mujer joven, soltera, a punto de lanzarse a una carrera profesional (de la que, si tiene suerte, es “salvada” por el vecino varón, camino a una felicidad matrimonial y suburbana). A pesar de sus afiliaciones con lo sobrenatural (que no faltan en Aquarius, como en la secuencia onírica donde Juvenita, la mucama de la infancia, deambula por el pasillo nocturno buscando el collar de perlas que le habría robado a la madre de Clara), el complejo de apartamentos es también una suerte de sismógrafo social y sexual, escenificando en dimensión de cámara las tensiones y fracturas que atraviesan el mundo urbano. Así también en Aquarius: aunque, como le insisten propios y ajenos, Clara ya “no está en edad” para semejante tipo de vivienda, su edificio y su apartamento son un microcosmos por el que transitan tramas y experiencias múltiples – empezando con la de Ladjane, la mucama actual y habitante del barrio popular vecino de Brasília Teimosa, con quien Clara, como reconoce su cuñada en una reunión familiar, mantiene un vínculo de afecto y sobreexplotación típico de la clase media progresista (el hijo de Ladjane, atropellado recientemente por un conductor borracho, es otro de los fantasmas que deambulan por el departamento y el film).

El complejo de apartamentos, en otras palabras, gira en torno de la incrustación en el espacio doméstico –de “la vida íntima”, casi siempre femenina– de un cuerpo extraño que de a poco se adueña de sus pliegues y resortes. En el cine reciente son varios los films que eligen ese marco genérico, reemplazando apenas el emisario demoníaco que toma cargo de la vida de su anfitriona por los infiltrados de los márgenes sociales, del “submundo” que surge a la superficie. En O invasor (2001) de Beto Brant –película clave del cine brasileño de la “retomada”– el sicario contratado por unos inmobiliarios paulistas para sacarse de encima un competidor se mete (vía la hija adolescente de uno de los socios) en la apacible y burguesa vida familiar, so pena de revelar el secreto nefasto que la subtiende, apropiándose uno tras otro de los símbolos de distinción (cama, coche, casa) hasta no dejarle más opción al padre bueno y blanco que de asumir en mano propia la violencia homicida que pretendía subcontratar. En Parasite (2019) de Bong Joon-ho, ya es una familia entera de lúmpenes, de proveniencia literalmente sub-urbana, cloacal, la que se entromete con subterfugios cada vez más ingeniosos en la vida y la mansión de sus anfitriones (también aquí, la hija adolescente es el primer blanco de ataque). Ahora, sin embargo –casi veinte años de neoliberalismo feroz más tarde– los invasores ya no encuentran, como su pariente brasileño, la pista libre: esta vez, resulta que la casa ya ha sido tomada hace tiempo por otros parásitos (que han construido su hábitat en los túneles del sótano, a la manera de las termitas que pululan en el edificio de Clara), descubrimiento que desata una lucha a vida y muerte entre ambos bandos por el derecho a ocupar el espacio a donde caerán las migajas de la mesa del patrón.

¿Cuáles son, entonces, los elementos que introduce Aquarius en ese marco genérico, a la vez íntimo y urbano, y cómo nos van situando éstos en la escala geopolítica del Capitaloceno? Como explica Robertson Wojcik, el apartamento sirve en la serie genérica a un mismo tiempo como matriz narrativa y como una suerte de proto-personaje al que, en determinadas instancias, se le delega el punto de vista, ya sea sobre sus distintos exteriores (la ciudad y el patio interior que lo conecta con otros apartamentos-microcosmos), ya sea sobre los hechos que transcurren en su interior. Así también en Aquarius: en diferentes instancias, la cámara panea sobre los grupos paseando, haciendo deportes o teniendo sexo en la avenida costanera y la playa, una mirada que inicialmente atribuimos a Clara hasta que la encontramos dormida en la hamaca de su pequeña terraza cuando, tras un giro de 180 grados, ese mismo paneo “vuelve” al interior de su apartamento en persecución de algún ruido que llega desde dentro del edificio. El apartamento establece, de ese modo, una mirada paralela, de origen ominoso, que no corresponde tanto a la amenaza que pende sobre Clara (identificada desde el comienzo con la inmobiliaria) y sí al predio mismo en su calidad de socio o corresponsal de una relación afectiva con quien lo habita. En lugar de un mero escenario, el apartamento actúa, dirige una mirada: lo material deviene agencial o, en los términos de Ivakhiv, la dimensión geo- u objetomórfica del film se confunde con la dimensión ánima- e incluso sujetomórfica. Y esa animación de lo material se complementa con un énfasis en la materialidad de los cuerpos, más que todos el de Clara que, como el edificio donde vive, lleva “las marcas de su tiempo” (la cicatriz de su mastectomía que encontrará una contraparte ominosa en las líneas zigzagueantes que las termitas trazan en las paredes).

Pero a la vez que relativiza de esa manera la contraposición entre figura y fondo, el apartamento también le impone un orden particular en tiempo y espacio a la narración, donde el entorno –la ciudad, e incluso la tierra y el mar– se hace presente a través de sucesivas “apariciones” entre las cuatro paredes del apartamento (y en los pasillos, el garaje y los apartamentos aledaños) de los emisarios más variados de ese mismo exterior. El apartamento es a la vez el escenario por donde, según una dinámica netamente teatral, “entran” y “salen” los representantes del mundo exterior y la plataforma-fortaleza de visión y escucha cuyos límites hacia ese mismo exterior están, no obstante, bajo amenaza constante de perforación sonora o visual, ya sea de fuerzas y agentes materiales o de los miedos y fantasmas que conjura la propia Clara. Como ésta, el film mantiene con el entorno más amplio de la urbe y el más estrecho de la vivienda una relación de avances y repliegues que proporcionan su andamio narrativo.

Así como el medio urbano se hace presente, entonces, a través de sucesivas “entradas” en el apartamento de Clara (además de las “invasiones” del predio dirigidas por Diego, ella recibe las visitas de hijos y familiares, unas periodistas que la entrevistan sobre su carrera musicológica, y hasta de un joven amante de alquiler), sus propias salidas a la playa y la ciudad también entrelazan su vida y su cuerpo con esos entornos que, como ella, “llevan las marcas de su tiempo”. Desde la zona playera donde, además de las advertencias sobre tiburones, se han multiplicado las torres de vidrio y acero como la que quiere construir la empresa Bonfim, al propio centro urbano donde Clara, al llegar a su cita con un amigo periodista, se encuentra confundida en la entrada de un antiguo cine ahora convertido en almacén de electrodomésticos, Recife se nos aparece menos como entorno exterior que como cuerpo doliente del que el apartamento de Clara representa una suerte de órgano o incluso de conciencia. Y el punto de enlace entre ese cuerpo extendido y el de la propia Clara son, precisamente, los coexistentes más-que-humanos: las termitas que, sacadas de sus escondites y llevadas a la mesa de negocios, ocupan los planos finales, pero también los tiburones, invisibles salvo por su silueta negra en los carteles que prohíben el acceso al agua.

Efectivamente, en la época en que se ubica la primera parte del film –1980– aún no existía ese peligro: el primer ataque fatal solo fue registrado en 1992; dos años más tarde, el número de muertos ya había ascendido a diez. A la hora de escribir estas líneas, se han registrado 67 ataques de tiburones en el Gran Recife, con 26 fatalidades. Esa presencia de los predadores coincide con la construcción, algunos kilómetros al sur de la ciudad, del puerto industrial de Suape, el mayor del Noreste brasileño, dedicado a la exportación de granos y combustibles, que fue inaugurado el mismo año en que aconteció el primer accidente. El gigantesco muelle, así como la excavación de canales de drenaje para permitir el ingreso de buques transoceánicos de gran tonelaje, impactaron en las corrientes costeras, agrietando el canal que separa las playas de Recife de los bancos de arena más distantes y atrayendo a su fondo gran cantidad de rayas, presa preferida de los tiburones que también llegan a la zona en cantidades mucho mayores por su tendencia a acompañar los barcos hacia la orilla. La destrucción de humedales y lagunas, sea por la construcción del megapuerto o para abrir nuevas zonas de loteamiento en la lucrativa franja costera, afectó el ecosistema donde se reproducen muchas especies de peces y camarones, las cuales, al concentrarse hoy en el río Jaboatão (que desemboca en las playas de la zona sur de Recife) atraen aún más cerca de la costa a los predadores marítimos. Las playas de Recife son, hoy día, la zona más peligrosa en todo el Atlántico Sur, con más de la mitad de todos los ataques de tiburones en todo Brasil.

Aquarius, desde su propio título que invoca ese ecosistema oceánico solo para darse vuelta (como hace la cámara en el primer encuadre de la rompiente en los arrecifes) hacia la casa y el apartamento de Clara, usa la elipsis como modo principal de invocar ese fuera-de-campo que enmarca de manera ominosa a su trama. Esta es, por supuesto, precisamente la herramienta de la que se vale el género (el complejo de apartamentos) para aludir y al mismo tiempo resguardarse del marco urbano, y que Mendonça Filho intensifica y extiende al medio terrestre y marítimo, tal y como se entrecruzan y refuerzan mutuamente las tramas de urbanización especulativa y del capitalismo extractivo. En efecto, el uso de intertítulos para separar los segmentos narrativos (“El amor de Clara”, “El cáncer de Clara”) ponen en evidencia ese procedimiento elíptico, al confundir una y otra vez nuestras expectativas, al mismo tiempo que anticipan ya el ensamblaje de elementos disjuntos que realizará la acción performativa de Clara al final. Su anuncio de “dar el cáncer” a los dueños de la constructora es al mismo tiempo una declaración de guerra y de sobrevida: entre palabra y acción (desparramar sobre la mesa las maderas infestadas), ella pone en práctica el agenciamiento que ese mismo acto proclama. Dar el cáncer –y así, dejar de tenerlo, en calidad de víctima individualizada, de “paciente”— es ponerlo en relación con un entramado mayor e imaginar así un modo de sobrevida, una forma de compartir la finitud.

La secuencia final de Aquarius nos pone delante de un acto de impaciencia radical. Escenifica la declaración (performativa) de quien ha resuelto sobrevivir. Sobrevida (en el doble sentido de seguir viva y de asumir su condición de resto, de vida sobrante) es lo que se anuncia y se inicia en el acto de compartir, de devolverles el devenir-inmundo del mundo, a quienes son sus artífices, enrostrándoles su propia condición parasitaria y que, por tanto, deben compartir con las vidas que invaden y fagocitan. “Dar el cáncer” es exponer (“poner sobre la mesa”) esa condición compartida entre agentes y víctimas del desastre, aunque no en función de proponer una tregua ni mucho menos una causa común. Al contrario, se trata de una declaración de guerra, de la guerra por venir y por el porvenir: la guerra del inmundo.


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Luis Fernando Benedit: Invisible Labyrinths

Talk at the Institute for Studies on Latin American Art (ISLAA), January 18, 2025

Can we take Benedit seriously? Or is his work more of a joke, a one-liner that has gone stale? Or, conversely, is there more to the lightness and humor than meets the eye? In 1968, just months before Tucumán Arde –a milestone of Latin American political art– and practically simultaneous with the first showings of Hélio Oiticica’s parangolés in Brazil, Benedit’s Microzoo show at Galería Rubbers, Buenos Aires, featured a series of pieces that adopted, as did Oiticica’s, the form of the habitat-labyrinth at the same time as it reflected on the interface between communicational stimuli and patterns of behavior. But rather than, as in Tucumán Arde, tackling these issues by attempting to short-circuit neocolonial-capitalist ideology using the disruptive strategies of avant-garde art or, as in Oiticica’s post-concretist work, wager on the sensorial immersion of the spectators-participants, with the artwork as a kind of catalyst triggering individual and collective ways of being-otherwise, Benedit’s work, at least at first glance, appeared to take us away from what Roberto Jacoby describes as the galloping race, in less than half a decade, from the formal concerns of minimalist abstraction to the outright juxtaposition of art and politics in Latin America. Microzoo, instead, contained artificial habitats for living organisms including a plexi glass anthill and other receptacles for lizards, fish and turtles, as well as small nurseries for plants in different states of germination. The provision of light and food imposed on these certain types of behavior in conditions of an artificial environment, the learning of which visitors could observe as it occurred. In Benedit’s own words:

My animal and plant habitats are biological sculptures. There is a definite relationship between the forms and their inhabitants (mice, ants, fish). They reflect both the forms I wish to create and the needs of the plants or animals for which they are intended, and thus each work can be seen on several levels. […] I think of them as ecological objects where the balance of interacting elements is created artificially. Ecology as a field of concern is important to me as an artist, as indeed it must be to anyone who has thought about it. What I am trying to do is to focus on it and draw attention to it. (Benedit 1976: 20)

Luis F. Benedit, Habitat for water turtles (1968). Courtesy ISLAA archive.
Now, this supposedly didactic nature of the habitats and labyrinths raises several questions. Who exactly is the one “learning” from the device? Is it us spectators or rather the non-human beings who adapt their lives to the conditions of the artifice? In other words, if there is something we can learn from other existents’ learning, is this lesson really about the natural order or not rather about its accomodation to artificial conditions? But also, how is this behavioral modification different from our own aesthetic response to the artwork, if plants and animals effectively forge from their encounter with the “ecological sculpture” new ways of being in the world? Are they the real connoisseurs?

Effectively, then, we might think of the successive phases in Benedict's work as early forerunners of bioart and ecoart, and thus as “political” in their own, anachronistic fashion. In 1971, returning to Italy where he had previously completed a degree in landscape architecture, Benedit exhibited Biotrón at the Venice Biennale, created together with the biologist José Nuñez and which, after the exhibition was over, was reinstalled at the Faculty of Exact Sciences of Buenos Aires University. It consisted of a transparent plexi and aluminum frame containing at one end a transparent honeycomb with four thousand live bees for which, inside the receptacle, an “artificial meadow” with electronic flowers secreting a sugary nectar, provided nutrition. At the opposite end was an exit tube to the Biennal’s gardens, allowing the bees to choose between foraging for food outside or staying inside feeding on its artificially generated equivalent.

Installation of Biotrón at the Venice Biennial, 1971. Courtesy of ISLAA archive.

The following year, on occasion of his solo show at MoMA, Benedit premiered Fitotrón, a device where, through the manipulation of the variables of light, humidity and temperature, one could observe the plants’ reactions in their adaptation – or not – to these environmental changes, a proposal the work shared with Laberinto vegetal, from the following year, a black plexi box with germinating seeds at one end and a forty-watt lamp at the other. In their growth towards that light source, triggered by phototropic attraction, the plants had to navigate an itinerary that branched into two alternative paths (right/left), leading them either to death or survival.

Luis F. Benedit, Laberinto vegetal (Plant Labyrinth, 1972). Cover page of Projects and Labyrinths, Whitechapel Art Gallery, London, 1975.

The disconcerting, even revulsive effect these works provoke had to do, it seems to me, not just with having living beings in museums and galleries (instead of their usual places of residence in the human environment such as laboratories, gardens or zoos). Rather, it stems from the provocative confusion between artistic and scientific modes of encompassing and containing those lives. The opposition that gives this work its constitutive tension is not, or not only, that of nature and artifice; rather, it is the distinction between different forms of artifice and their respective effects of nature. Biotrón is perhaps where this difference between regimes of artificiality is most clearly marked: the point here is not there, as art historian Carlos Espartaco (1978: 13) claims, about “making [the bees] fluctuate between a natural environment (gardens) and an artificial one (the biotron)” because a garden is of course no less an artificial medium than an electronic meadow, only it belongs to a different regime of administration of the living. Rather than a contrast between nature and artifice, the Biotrón stages a reflection on the senses of the natural that a certain artificial order entails. Between the artificial landscape of the garden and the electronic meadow, we move from a relationship mediated by representation as imitation to one of substitution of certain relations and functions, that is, to what Tom Mitchell calls “the age of biocybernetic reproduction” (Mitchell 2003: 483-84).

Luis F. Benedit, Proyecto Pirincho I (1977). Pencil and watercolor. Courtesy of ISLAA.

In his later work, Benedit would highlight this archaeological dimension of investigating the modern regimes of nature. After Laberinto vegetal, he effectively stopped working with living organisms to dedicate himself instead to their analytical “despiece” or “dismantling”: thus, in a series of drawings of Argentine birds, the pencil and watercolor technique of nineteenth-century naturalism is juxtaposed with the technical drawing, which “reconstructs” the flying organism through complex robotic mechanics. There is also a return to the objectual dimension as in Furnarius Rufus from 1976 –a wooden frame with an ovenbird’s nest containing an embalmed bird– and on to the collection or the museum as in Campo (1978), a kind of “Exposición Rural” or agriculture show documenting the human-animal assemblage of production mediated by biotechnology. In paintings, photographs, glass and wood containers and objects modeled in resin, this museum of Pampean biopolitics subjected to a similar kind of analytical “despiece” as the bird-robots an entire regime of human-animal life, broken down into individual elements such as a set of boleadoras, batons, stirrups, bridle and muzzle, castrating scissors and the photo of a dead pedigree bull next to the artificial insemination pills in which its frozen semen remains preserved.  In the following decade, Benedit would go even further back in his archaeological approach, turning to the pictorial production of the Pampa landscape and 'recreating' works by nineteenth-century artist León Pallière such as Un nido en la pampa, Indios del Gran Chaco and El payador (1984-85), among others. Rather than an expression of rural nostalgia, this return to “picturesque” landscape dismantles and reassembles it as one more technology for the administration of the living, an analytical “dismantling” to which Benedit subsequently also submits the Patagonian expedition of Fitz Roy and Darwin (1831-36) in his multi-installation and artist’s book From the Voyage of the Beagle (1987).

Luis F. Benedit, Tijera de castrar (Castrating scissors, 1978). Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires.

Following the path opened by Benedit, today’s bio and ecoartists are also frequently a kind of archaeologists of the scientific forms of capturing and transforming life. By introducing an aesthetic kind of self-reflexivity into the spaces, procedures and terminologies of the “natural sciences”, bioart and ecoart also call into question the founding biopolitical division of modernity, the divide between nature and culture according to which, as Bruno Latour has argued, the essential truth of nature can be revealed to scientific reason precisely on condition of remaining absolutely external to the cultural (Latour 1993: 104-05). Hence, Benedit’s early “invasion of the laboratory”, his reenactments of the scientific procedures of the experiment, the journey and the collection, also have a (bio)political dimension, in their production of unspecific discourses and statements: these works do not become science, but neither can they be clearly assimilated to art in terms of their procedures and formal affiliations, nor, finally, can they be reduced to political messages of ecological militancy or criticisms of biotechnology. Science, art and politics come into play here in a deliberate un-specification of the artwork’s objectual form and institutional location. Perhaps we should, in fact, think of its aesthetic dimension, if we still wanted to call it that, more than anything as that vector of unspecification the material and discursive arrangement of Benedit’s works project, which is why the dimension of irony and laughter is not coindicental but actually key here: it allows us to make light of the art-science border, to the effect that the living spills out over them.

References
Benedit, Luis Fernando. Plant- en dierhabitatten . Antwerp: Internationaal Cultureel Centrum, 1976.
Espartaco, Carlos. Introducción a Benedit. Buenos Aires: Ediciones Ruth Benzacar, 1978.
Latour, Bruno. Wer Have Never Been Modern. Cambridge, MA: Harvard University Press, 1993.
Mitchell, W. J. T. “The Work of Art in the Age of Biocybernetic Reproduction,” Modernism/Modernity 10, 3 (2003): 481-500.

For a more extended discussion of Benedit’s work, see my Entranced Earth: Art, Extractivism, and the End of Landscape (2023).

Jose Alejandro Restrepo: Paso del Quindio I (1992)

Charla presentada en MoMA, 18 de julio de 2024

José Alejandro Restrepo, Paso del Quindío I (vision general). Foto J.A.

El paisaje fue la “entrada” de América Latina al arte occidental: en otras palabras, fue el aparato plástico, cultural, político y epistemológico que produjo al “Nuevo Mundo” como una tierra objetivada, disponible tanto para la mirada del observador externo al cuadro como para la acción extractiva del colonizador de ultramar.  De esta manera, la crítica del paisaje (como también la del cuerpo en tanto objeto de una mirada exotizante), en el arte latinoamericano contemporáneo ya es de por sí una operación metacrítica, en el sentido de reflexionar no solamente sobre las implicaciones de un género particular sino también sobre las tensiones entre “arte” y “Latinoamérica,” esto es sobre las condiciones de participación, a título de regionalidad subalternizada, en un marco institucional clave (junto con la escritura y la ciencia) de producir a las Américas como objeto colonial.

José Alejandro Restrepo, Musa Paradisíaca, 1994. (FLORA arts + natura, Bogotá, 2016)

La primera sala de Chosen Memories desafía en este sentido (como lo hace a su manera toda la muestra) a su propio entorno físico e institucional. Al poner en cuestión la forma del paisaje, también reflexiona críticamente sobre la inscripción de lo latinoamericano en un museo (este en particular pero también el “museo occidental” como forma y como marco más generalmente) que ha no dejado de ser un museo colonial en su manera de distribuir “regionalidades”.

Paso del Quindío I, la instalación de José Alejandro Restrepo realizada originalmente en 1992, forma parte de una obra que ha hecho de la escenificación de tensiones uno de sus ejes principales. Puede leerse en serie con obras como Musa Paradisiaca (1994) o El cocodrilo de Humboldt no es el el cocodrilo de Hegel (1994), ambos de los cuales también reflexionan sobre la producción, como idea y como realidad material, de la naturaleza tropical. Se trata de 17 monitores distribuidos en forma de pirámide y “en perspectiva”, armando unas líneas de fuga hacia atrás, que emiten en un loop de aproximadamente media hora imágenes grabadas en la sierra colombiana del mismo nombre.

La obra es, voy a argumentar, a un mismo tiempo una crítica y un homenaje: crítica del paisaje como aparato de captura y así también del lugar de América Latina en el museo colonial. Pero también homenaje a Alexander von Humboldt y al cruce multidisciplinario y multisensorial de prácticas estéticas y científicas que la “historia natural” en movimiento y en primera persona que practicaba supo movilizar forjando de manera precoz una suerte de estética ambiental que aún hoy mantiene su potencial innovador.

En el primer sentido, de crítica desconstructiva del paisaje como marco, la forma piramidal del conjunto y la fuga en perspectiva de los monitores parecieran duplicar la ilusión mimética subyacente a las imágenes en blanco y negro que proyecta cada pantalla: la montaña que se estaría atravesando. Pero al mismo tiempo, la revelan a ésta como efecto de un juego de perspectiva. El efecto de ruptura es así tan sencillo como eficaz, ya que el “paisaje” invocado por los monitores no coincide con el que éstos proyectan. Al duplicar su geografía montañosa, la instalación expone la artificiosidad de las propias imágenes, como un tipo de producción y no de reproducción del espacio.

José Alejandro Restrepo, Paso del Quindío I (detalle). Foto J.A.

En segundo lugar, los loops que proyecta cada monitor no coinciden exactamente: la imagen-paisaje se desconstruye también porque unos monitores están a destiempo respecto de los otros, aunque no siempre los mismos obligando a nuestra mirada a ir y venir constantemente de uno a otro. La visión simultánea, totalizante, del observador del paisaje-cuadro que el teórico de arte Norman Bryson ha llamado “la percepción fundante” está denegada aquí por la no simultaneidad de las imágenes en pantalla.

El tercer aspecto de esta desconstrucción del efecto mimético pertenece a la la musicalización, a la pista sonora que consiste en una edición electrónica de cuatro notas en clave menor tocadas por el violonchelista chileno Eduardo Valenzuela. El sonido propone así un contrapunto a la sucesión de formas y motivos en la pista visual: plantas, nubes, rocas. Como ha sugerido Restrepo, “el sonido como material plástico” agrega una dimensión no mimética, abstracta, a la secuencia visual. No se trata de música programática –a la manera de las sinfonías pastorales de Beethoven o de Smetana, músicas que narran el paisaje– sino que en su extrañamiento electrónico de la fuente sonora análoga (el violonchelo), la pista sonora más bien remite al acto expectatorial y oyente de presenciar la obra (remite a la instalación, no su contenido).

José Alejandro Restrepo, Paso del Quindío I (detalle). Foto J.A.

Y finalmente, la propia imagen-paisaje (la secuencia de vídeos en blanco y negro) se desbarranca, o se abisma hacia adentro, en forma de un segmento de 4 a 5 minutos que sigue a una pantalla en blanco más o menos en la mitad del loop y por tanto correspondiente al límite entre “subida” y “bajada,” al momento del “Paso del Quindío” propiamente dicho. Se trata de una secuencia de paneos laterales aceleradísimos sobre vegetación a ras del suelo, como si la propia mirada estuviese cayéndose hacia adentro de la imagen o desprendiéndose del soporte implícito de un cuerpo observador humano para convertirse más bien en visión abstracta, pura. Alguna vez, al estudiar el cine de Lisandro Alonso, una de cuyas tomas características son también unos “bailes” alocados de una cámara liberada de cualquier función diegética así como de la mirada antropomorfa subyacente al cine narrativo, traté de pensarla a esta secuencia como una puesta en trance de la relación entre cine y ambiente en que se abren líneas de fuga para una potencial mirada de un pájaro, un insecto o incluso del mismo viento. Es decir, ahí como en la obra de Restrepo habría algo así como una des-objetivación del entorno visible que se transforma en agente mirador.

Esta secuencia central me lleva a la dimensión del homenaje. El Paso del Quindío I referencia desde su título a la tabla número 5 de Vue des Cordillères et Monuments des Peuples Indigènes de l’ Amérique, “Passage du Quindiu, dans la Cordillère des Andes,” un diseño realizado en Roma por el pintor Koch sobre un bosquejo hecho por el propio Alexander von Humboldt diez años antes en Colombia y luego convertido en grabado en Stuttgart por el impresor Duttenhofer quien luego lo mandó a la imprenta F. Schoell en París. La imagen, uno de los 22 paisajes mexicanos y andinos que componen el libro junto con otras imágenes referentes a 23 obras precolombinas, es una de las más famosas de todo el volumen, acompañada además por un breve texto del propio Humboldt que oscila entre el desglosamiento de los aspectos geológicos, botánicos y socioeconómicos del área representada y la narración de la propia expedición de la cual el grabado representa una suerte de compendio o de síntesis visual.

Alexander von Humboldt, Passage du Quindiu dans la Cordillère des Andes, en Vue des Cordillères et Monuments des Peuples Indigènes de l’ Amérique (1810-13)

“Passage du Quindiu,” entonces, ya era (como después lo será El Paso del Quindío I) un ensamblaje multimedial que yuxtapone, en una coyuntura  tecnológica anterior a la de Restrepo, varios tipos de producción visual y textual, en función de rendir la experiencia del lugar, no como objeto monádico y disponible, sino como una suerte de archivo abierto y con múltiples niveles, o sea como “material de estudio”. Como propone Oliver Lubrich, “para Humboldt, los paisajes son simbólicos y políticos. Se vuelven objetos de apreciación estética y de precisión política. El paisaje representa un desafío a la interpretación post-disciplinaria. Se transforma en un ecosistema avant-la-lettre. Se torna acústico. Y genera la visión democrática de una instalación multimedial pública”.

“Passage du Quindiu,” más particularmente, según Lubrich es un dibujo multiperspectívico que permite al observador elegir uno de los diversos puntos de vista que sugiere: desde la información geobotánica sobre la prevalencia de ciertas plantas en relación a diferentes alturas a las formaciones orográficas de las rocas (aspectos sobre los cuales también enfoca el lente de Restrepo), a dimensiones climáticas como la línea de nieve. Pero el cuadro también focaliza sobre la situación política y social en que se inscribe el viaje –esto es, el contexto de producción de la propia imagen– en la figura de los cargueros y sus pasajeros sentados en la silla atada sobre sus espaldas. Mientras éstos últimos están vestidos con atuendos europeos y aparecen con la vista fija en un libro, estos andan casi desnudos, descalzos y mirando hacia adelante — sobre todo el segundo carguero de la fila cuya mirada se encuentra con la nuestra, esto es, con el punto de vista implícito de Humboldt quien se negó a viajar cargado en una silla y así puede ocupar un lugar externo, de observación de las relaciones de clase y poder entre cargueros y pasajeros.

Concluye Lubrich que “la imagen parece demandar una interpretación alegórica: si el hombre mirando hacia atrás quien está siendo cargado representa a la élite blanca reaccionaria o, como lector que permanece impermeable al mundo, a la percepción colonial de los viajeros europeos, entonces los cargueros son representativos de la población indígena subyugada.”

José Alejandro Restrepo, Paso del Quindío I (detalle). Foto J.A.

Sea como fuese, El Paso del Quindío I incluye, casi literalmente a modo de nota al pie, un homenaje explícito a Humboldt. Este tiene la forma de los dos pequeños monitores al pie y a cada costado de la pirámide dónde, contrastando con la secuencia de vistas que transcurren por las pantallas más grandes, se ve una serie de planos cortos (close-ups) sobre la vegetación cercana al suelo; sobre todo los tallos y hojas espinosas de caña que, como contaba Humboldt en su texto, prolifera en la barranca occidental de la cordillera y terminaba por destruir el calzado de los viajeros, obligándolos a andar descalzos como todos los que atraviesan de pie y no en silla de carguero la montaña. Y es este, el del caminante, el punto de vista que nos solicita ocupar también la obra de Restrepo: nos urge que caminemos hasta allí donde el paisaje se abisma.

Film review: Babel (2006)


For my my graduate seminar Mundo inmundo: Unworlding, Survivance, and the Cinema, my students and I will be posting weekly short film reviews on IMDB of an eclectic sample of Latin American and Luso-African films that in some way or another turn the page on “world cinema” and rather embody a novel kind of “regionalism” in response to what amounts to quite literally the end of the world as a planetary historical and geological horizon.

First, though, it’s necessary to explain what’s wrong with “world cinema”, and the film I’ve picked for this is González Iñàrritu’s 2006 Babel (see below). I will continue posting my own reviews here as well!


A Tower of Vacuousness

It’s hard to tell if this 2.5-hour slog of cascading narrative trainwrecks actually believes its own tone of weighty self-importance or if its appeal to transnational cinema’s penchant for tearful, politically vacuous arthouse fare is just calculated cynicism. My money is on cluelessness although the number of festival awards reaped by this pretentious time-waster might point to the latter. González Iñárritu and Arriaga (his scriptwriter since Amores perros) actually seem to think their “flapping-of-a-butterfly’s-wing-in-China-causing-a-hurricane-in-Cuba” continent-hopping really makes an important point about “globalization” and its discontents.

Only that, in this case, it’s actually a rifle shot by two teenage boys in rural Morocco, in a game turned awry, complicating childcare arrangements in the southern U.S. borderlands for the white U.S. tourist couple that happens to be in the way and, by extension, a wedding ceremony in Baja California, not to mention a young Japanese teenager’s sexual coming-of-age impacted, well – not really by any of the above, safe for the fact that her recently widowed, safari-hunting father was the aforementioned rifle’s previous owner.

The plot twists taping together these storylines are laborious and increasingly belief-straining — never more so than the couple’s nanny’s frustrated attempt to re-cross the U.S. border turning into a nightly car chase and near-death of herself and the children in the desert heat. Yet the anti-climactic outcome of it all is reassuringly conventional: while Americans and Japanese get away with a good scare that, all in all, “brings them together as a family”, the Moroccans and Mexicans end up either dead, deported, or (as Gael García Bernal’s playboy nephew) disappeared from the narrative altogether, most probably to no good. The problem is that –with the sole exception of Chieko, the deaf-mute Japanese girl played in a show-stealing performance by Rinko Kikuchi— the film’s interest in its characters is just as inch-deep as in the political and economic underpinnings of the uneven geopolitical frameworks linking their stories. Remarkably, even the Mexican wedding oozes tourist-postcard exoticism and stereotype no less than the Moroccan village episodes. The editing is just routine splicing-together of hand-held “close-to-the-action” and panoramic shots situating us in “majestic” (if “dangerous”) landscapes that we have become used to from quality TV; the acting is mostly uninspired to cringeworthy (how bad a director do you have to be to make Cate Blanchett look wooden?). Again, the one exception are some of the Japanese sequences, almost as if they were part of a different flick that somehow shipwrecked on the shores of this one. There is, in the end, nothing particularly Babelian about this movie (not even in linguistic terms: I’ve seen shorter ones managing to pack more idioms than English, Arabic, Spanish and Japanese). Its problem is not a towering excess of ambition but more a bottomless lack of purpose.

Verdict: 2 out of 10.

#MileiNo

Carta abierta de investigadorxs internacionales por la democracia y los derechos humanos

Acabamos de lanzar una solicitada para defender el proceso democrático en Argentina, hoy en peligro grave ante la posibilidad de que un candidato negacionista de ultraderecha gane el balotaje presidencial del próximo domingo 19 de noviembre. Ya firmaron más de 800 colegas en cinco continentes resaltando las “políticas suicidas” de la fórmula neofascista y defendiendo los valores de verdad, memoria y justicia como pilares fundacionales del pacto democrático.

El texto completo y la lista de firmas puede consultarse aquí en versión castellana y aquí en versión inglesa, junto con la lista de firmantes, y con un enlace al formulario de adhesión.

Aquí se puede leer una nota que sacó Página/12 sobre la iniciativa: https://www.pagina12.com.ar/616362-no-a-milei-carta-abierta-de-academicos-de-todo-el-mundo

Aesthetics and the Planetary Turn

From: Handbook of Latin American Environmental Aesthetics, ed. Jens Andermann, Gabriel Giorgi, and Victoria Saramago (Berlin, New York: De Gruyter, 2023), “Introduction”

(…) What the contributions to this volume are after are the multiple reconfigurations of bodies and environments within the geology of late capitalism, the moment when, as Déborah Danowski and Eduardo Viveiros de Castro put it, the “transformation of humans into a geological force, that is, into an ‘objective’ phenomenon or ‘natural’ object, is paid back with the intrusion of Gaia in the human world, giving the Earth System the menacing form of a historical subject, a political agent, a moral person.” Such an entanglement of agencies, they conclude, also entails an “inversion of the relationship between figure and ground, the ambiented becomes the ambient […] and the converse is equally the case” (Danowski and Viveiros de Castro 2017, 14).

What we call environmental aesthetics is lodged in the very moment of inversion called out by Danowski and Viveiros de Castro. Aesthetics is a concept that, at least since its re-introduction into modern critical thought by Alexander Gottlieb Baumgarten in the early eighteenth century, has been deployed as both referring to the sensory and imaginative experience of beauty—and thus also to a mode of accessing truth by way of “sensible discourse” rather than logical reasoning, in Baumgarten’s (1954, 6-10) expression—and as the “science of perception” that asks, as Kant would posit, for the general principles underwriting individual aesthetic judgements. The artwork, as it arranges the sensory in ways that strive towards perfection, thus making it accessible to “taste” as an experience of truth that is analog to yet also distinct from, critical reason, is therefore also invested with an implicit epistemic power that the discipline of aesthetics is entrusted with drawing out and making explicit. (…) Going beyond the contemplation of nature in this tradition as a vehicle for the experience of beauty or the emergence of the sublime, the “environmental” in environmental aesthetics also complicates the idealistic baggage the term aesthetics carries with it.

“Environment” is a notion first used in systematic fashion by the nineteenth-century positivist thought of Auguste Comte and Herbert Spencer, who used it to describe “the circumstances of an organism” (Bonneuil and Fressoz 2016, 173)—before, it had been deployed colloquially to refer to the surroundings of towns and cities, i.e. “the countryside.” Ernst Haeckel, in 1867, coined the notion of “ecology” highlighting the symbiotic effects among living organisms and between those and their physical conditions of existence, in response to Darwin’s notion of the struggle for survival; in early twentieth-century biology, Johann Jakob von Uexküll further developed the biosemiotic dimension of the concept as an at once perceptive and life-sustaining entanglement between organisms and their surroundings. Yet, as David Arnold (1996) has shown, environmental determinism had already informed Western thought long before it became a systematic concept in its own right, underwriting and justifying imperial expansion and the enslavement and forced migration of non-Europeans, including in Montesquieu’s and Buckle’s climatology or the biological racism of Gobineau and Malthus.[1] Nonetheless, and despite having been trained by late twentieth-century strands of thought such as poststructuralism, deconstruction, feminism and performance theory to be suspicious of all appeals to “nature” as the ultimate cause of, and normative benchmark for, human action, the surge of the planetary as encountered in Williams’s film (and in myriad forms of environmental emergency) also forces us today to double down on this critique of “nature” and rethink the agentiality of the nonhuman in different ways. For if “Gaia,” the earth system, or the “more-than-human” are no longer just objects of perception and of sensory pleasure, as Danowski and Viveiros de Castro contend, but have shown themselves to be agential, and thus also perceptive, in their own right, do we not need now to rethink the aesthetic itself as the fragile and precarious field of encounter, or even of “sympoiesis” (in Donna Haraway’s expression), between diverse existents engaged in imagining and in crafting a shared “becoming-with” (Haraway 2016, 4; 58)?

The essays assembled in this volume take stock of the lines of critical revision and of the terms and concepts that have emerged in recent years in response to this question. Two principal tasks, in fact, seem to articulate the main coordinates at work in environmental aesthetics: on the one hand, to reconfigure the sensorium that allows us to imagine, perceive, narrate and think the passage from the global to the planetary; on the other, to re-conceptualize aesthetics—in a tradition that also involves the avant-garde as well as posthuman thinking—in a way that allows us to disrupt received notions of aesthetics and make room to other arrangements of the sensible that register the agency of the non-human and the non-living. Stengers’s “intrusion of Gaia” and the now-ubiquitous notion of the Anthropocene—referring to the “major and still-growing impacts of human activity on earth and atmosphere” (Crutzen & Stoermer 2000, 17) to the point of becoming the dominant geological force of our age—as well as rival ones such as Capitalocene, Plantationocene, Gynocene or Chthulucene (all of which attempt to call into question the residual humanism of Anthropocene theory) are challenging the very foundations of modern Western aesthetics, politics and theory as premised on the ontological distinction between humanity (and hence “culture”), on the one hand, and of nonhuman “nature”, on the other (Latour 1993, 10; 32). Whichever position we choose to take with regard to its key concept, “the Anthropocene debate”—as postcolonial historian Dipesh Chakrabarty (2021, 155) contends—“thus entails a constant conceptual traffic between earth history and world history,” and to help enable such traffic by way of new concepts and paradigms at a time of advancing deterioration of the biosphere and unprecedented mass extinction at a planetary scale is the urgent task that has been set for environmental aesthetics.

Such an endeavor must of necessity be at once critical and speculative. In the former sense, it has to revisit the archive of modern arts and literature as well as that of the responses aesthetic theory has crafted from these, in order to understand their impact on, and even complicity with, the establishment and policing of the modern nature-culture boundary. In a compelling, hard-hitting book, Indian novelist and literary scholar Amitav Ghosh suggests that canonical forms of Western modernism such as the realist novel and abstract art have been of fundamental importance for establishing the primacy of human “current affairs” over their cataclysmic, short as well as long-term, entanglements with cosmic forces. The exceptional, the wondrous, “the unheard-of and the unlikely [that] fiction delighted in” prior to the emergence of realism, he suggests, have been banished in modernity to the B-genres of sci-fi and fantasy, with abstraction upping the stakes even further in eliminating reference altogether and placing “human consciousness, agency and identity […] at the center of every kind of aesthetic enterprise” (Ghosh 2016, 16; 120). Yet ecocritical approaches, particularly in the realm of literature, have also sought to re-appraise the areas and forms of dissidence that have always accompanied these hegemonic frameworks, attempting to track—in Richard Kerridge’s early description of the field—“environmental ideas and representations [and] to evaluate texts and ideas in terms of their coherence and usefulness as responses to environmental crisis” (Kerridge 1998, 5).

However, in addition to the important and necessary project of re-assessing the androcentric founding premises of modern aesthetics, and thus also of the histories of literature, art and film that underwrite the critical frameworks of our academic disciplines, environmental aesthetics as the two-way traffic between artistic production and the critical thought that draws out its interfaces with wider, socio-cultural as well as earth-systemic developments, is also in the business of imagining things differently—of mobilizing the powers of speculation to imagine but also create other ways of inhabiting the planet. The arts, as environmental humanities scholar Carolyn Merchant contends, “are an essential part of creating the large-scale public awareness and understanding of climate change that can bring about policy change,” in challenging “the standard human/environment narrative, in which humans are both privileged over other species and separate from nature. Indeed, artists can change the way we think about the meaning of progress” (Merchant 2020, 46). An aesthetics of and in the Anthropocene, as literary critic David Farrier suggests referring to a line from Irish poet Seamus Heany, must open up and inhabit “the rift between what is going to happen and whatever we wish to happen […] In doing so, it can point us to a careful retying of the knots that bind us together, in deep time, with the fate of the Earth” (Farrier 2019, 128). Indeed, if the speculative efforts of the epistêmê aisthetikê—the “science of what is sensed and imagined,” in Baumgarten’s (1954, 86-87) definition—will now have to be re-oriented towards “reading for the planet,” in energy humanities scholar Jennifer Wenzel’s (2020, 1) powerful expression, such “world-imagining” through and with art might also require us to expand our very notion of the artistic beyond conventional genres and expressive languages and toward the “sites of expanded creativity” that are in the business of “the experimental practice of world-making,” in art theorist T. J. Demos’s words. The environmental aesthetics, Demos suggests, concern themselves with the expanded field of “creative ecologies—practices that make new sensible materializations and connections (aesthetic, practical, jurisgenerative) between otherwise discrete realms of experience and knowledge, and that cultivate worlds to come” (Demos 2020, 18). On this note, literary scholar Florencia Garramuño has put forward the notion of “unspecificity” as a way of thinking about how contemporary aesthetic production, in novel and heterogeneous alliances with other realms of social practice that modernist aesthetics had kept separate from the domain of art as distinctive and “autonomous” from these, imagines and thus calls into being, “worlds-in-common”: unspecific aesthetics, for her, is the elaboration of “a language of commonalitythat encourages the invention of diverse modes of disbelonging” as the shared condition of existents in thrall to planetary crisis (Garramuño 2015, 26). Anthropologists Marisol de la Cadena and Mario Blaser have suggested the notion of “the uncommons” to account for this paradoxical togetherness of diverse agents brought about by their shared exposure to climate breakdown and mass extinction, an allyship that necessarily relies on the creative faculty of humans and nonhumans alike to be willed into being. The uncommons, then, is “the heterogeneous grounds where negotiations take place toward a commons that would be a continuous achievement, an event whose vocation is not to be final because it remembers that the uncommons is its constant starting point” (Blaser and De la Cadena 2017, 19). In different ways, these voices resonate and dialogue with a persistent theme in the twentieth-century Latin American intellectual tradition.


[1] See also Bonneuil and Fressoz’s chapter on the “Polemocene” for a more nuanced history of proto-ecological ideas in the West beyond biological and climate determinism (Bonneuil and Fressoz 2016, 253 ff).

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Jardín (fragmento)

“El jardín más antiguo del que tenemos noticia data aproximadamente del año 1400 antes de Cristo y figura en una imagen hallada en la tumba de Nebamún, un alto funcionario del faraón Amenofis III en la ciudad egipcia de Tebas. La imagen muestra un recinto cuadrado encerrado por muros altos al interior del cual se encuentra un estanque rectangular con peces, patos y flores acuáticas, rodeado en sus costados por alamedas rectilíneas plantadas con palmeras dátiles y otros árboles frutales (en un costado se ve una pequeña terraza donde una mujer ofrece cestos y ánforas, probablemente de frutos y manjares cosechados del mismo jardín). Es un jardín-huerto que celebra los cultivos que se han logrado establecer en el valle del Nilo, zona de inundaciones periódicas, así como —en la forma rectangular del estanque— el sistema de agrimensura impuesto por el estado faraónico para fijar los límites de la propiedad y poder reestablecerlos cuando el suelo reemerja de las aguas. Es precisamente el trazo como marca fundante de una propiedad  (la de Nebamún), el que vuelve a reproducir la imagen al encuadrar, en la pared de la tumba, un espacio de representación. Como lo dirá Horace Walpole más de tres mil años después en The History of the Modern Taste in Gardening (1782): «La jardinería probablemente fuera una de las primeras artes, sucediendo a la de construir casas, y naturalmente atendía a la propiedad y la posesión individual».

Como la escritura, el archivo y la ley, el jardín surge de la necesidad de volver a hacer reconocibles las tierras arables sumergidas tras su reemergencia de las aguas, en función de poder sembrarlas rápidamente y rendirlas productivas antes de la creciente próxima. El jardín es imagen y celebración del establecimiento de la agricultura pero a diferencia de la imagen en la tumba de Nebamún, también comparte con ésta la materialidad de agua, tierra y cultivos. Es el devenir-imagen del mundo tangible y así, también, el paso del cultivo a la cultura (conceptos que, como nos recuerda Raymond Williams, se seguirán confundiendo todavía hasta muy recientemente, como lo harán también el jardín y el huerto). Pero así, precisamente, como emergencia del signo desde la misma materialidad orgánica y mineral de plantas, suelo, agua y piedra, tal como la tierra emerge año tras año de las crecientes del Nilo, el jardín también es la gran alegoría de la cultura (y del culto, del poder faraónico y del estado que se apoya en él), mucho más que las pirámides. Como afirma Michael Jakob, «todo jardín … se presenta como reflejo de un sujeto privilegiado, de un ‘monarca’. El jardín reivindica, preconiza, impone, por complejo que sea, un punto de vista. Aparece como un dispositivo hípersemantizado en beneficio del poder (al menos del poder del hecho de mostrar, de la exhibición) que pone en escena». Es este mismo poder «divino», potestad del monarca soberano, capaz de sobreponerse al ritmo de las estaciones y de someterlas a una voluntad formativa, el que celebrarán siglos más tarde los míticos jardines colgantes de Semiramis en Babilonia (atribuidos por investigaciones arqueológicas más recientes al rey asirio Senajerib de Ninivé, 704-681 AC) o los jardines persas de donde entraron al mundo occidental la palabra y el concepto del paraíso. Son, todos ellos, monumentos que celebran la capacidad aún reciente de la ciudad-estado y de su príncipe por amaestrar la contingencia de su entorno: la misma ciudad es producto del refinamiento de cultivos de los que el jardín es imagen y espejo, generando sistemas de almacenaje y reserva alimentaria que permitieron la emergencia en forma permanente de las grandes y complejas aglomeraciones.

Por Bernal Díaz del Castillo, autor de la Historia verdadera de la conquista de Nueva España escrita en la segunda mitad del siglo XVI, sabemos de los jardines aztecas de Chapultepec, construidos por el emperador Netzahualcoyotl a comienzos del siglo anterior, aprovechando el sofisticado sistema de irrigación que asimismo abastecía a Tenochtitlán, la ciudad capital. Afirma el conquistador español (quien alcanzó a conocer el jardín imperial en la época de Moctezuma) que decenas de hortelanos se abocaban ahí a cuidar los huertos medicinales en torno a una gran cantidad de estanques de agua dulce, y que en sus jaulas y arboledas vivía una cantidad enorme de águilas, papagayos, quetzales y aves de patas largas, habitantes éstos últimos de una gran laguna artificial. Cientos de indígenas, cuenta Díaz del Castillo, se dedicaban exclusivamente a la alimentación de aves y pajarillos y a la limpieza de sus nidos y al cuidado de sus huevos, mientras otros se encargaban de la casa de las fieras que albergaba, entre otros muchos animales, a lobos, zorros, serpientes y víboras que se guardaban en jaulas y tinajas para acompañar con sus bramidos y silbidos a los dioses más temibles. Cada año, cuenta el cronista, la cantidad de plantas y de bestias incrementaba gracias al ingreso de nuevas especies traídas por los mensajeros reales desde las selvas más remotas; en su conjunto, ese jardín era una síntesis del cosmos donde lo más hermoso convivía con lo monstruoso y terrible.

Homero, en el séptimo canto de la Odisea, describe el jardín de Alcínoo, rey de los Feacios que habitan la isla de Esqueria, como «un gran huerto» vallado en sus cuatro costados con dos fuentes al centro, y donde nunca escasean las frutas en germinación: «…unos árboles crecen allá corpulentos, frondosos: hay perales, granados, manzanos de espléndidas pomas; hay higueras que dan higos dulces, cuajados, y olivos. En sus ramas jamás falta el fruto ni llega a extinguirse, que es perenne en verano e invierno; y al soplo continuo del poniente germinan los unos, maduran los otros: a la poma sucede la poma, la pera a la pera; el racimo se deja un racimo y el higo otro higo. […] Por los bordes del huerto ordenados arriates producen mil especies de plantas en vivo verdor todo el año. Hay por dentro dos fuentes: esparce sus chorros la una a través del jardín y la otra por bajo del patio lleva el agua a la excelsa mansión donde el pueblo la toma». Como el de Nebamún, el jardín real de Alcínoo es más que nada un huerto, pero como aquél también está apartado de los cultivos agrícolas por altos muros para proteger su productividad, aún superior a éstos. Como nos revela el texto que lo canta, allí la ostentación del bienestar prevalece sobre la función alimentaria; como en el jardín imperial de Netzahualcoyotl, el signo es todavía más que la suma de las cosas que lo componen. El jardín de Alcínoo, aun cuando promete saciar para siempre el hambre y la sed, se dirige más al ojo que al estómago y la garganta; y es, precisamente, en ese devenir-imagen que corrobora el poema (como, más tarde, lo harán los frescos de los jardines romanos hallados en Herculaneum), que reconocemos en él la figura del jardín.

Más reciente que el homérico —pero remontándose a la vez al origen mismo del tiempo— es el mito judeocristiano del Edén, el jardín de Jehová de donde fuimos expulsados a raíz del pecado original. También aquí el jardín es alegoría del poder, pero ya no de rey terrestre sino del celeste; es el mundo del orden divino aún no interferido por los mortales. Y es este orden perdido que, según la tradición bíblica, todo jardín se empeñará desesperada e infructuosamente por recuperar. De ahí que, en el mundo occidental, el tiempo del jardín se vuelva escatológico, un tiempo del interregnum tensado entre el pasado perdido de vivir en la gracia de Dios y su recuperación al fin de los tiempos cuando los justos asciendan al reino de los cielos (como lo hacen el Dante y su amada Beatrice al final de La Divina Comedia, donde la antesala del paraíso es, precisamente, el jardín del Edén en la cima del Monte Purgatorio). La figura del jardín entonces se complejiza: al mismo tiempo que se vuelve metáfora del sufrimiento que debemos padecer como mortales y de la insuficiencia de nuestros quehaceres ante la inalcanzable perfección de Su creación, también es la alegoría moral de una vida virtuosa que en el cuidado mutuo y la convivencia armónica con lo viviente (como la habrían practicado los santos de inclinaciones paganas como Francisco de Asís o Antonio de Padua) ya estaría anticipándose a la eternidad que adviene. En el jardín occidental estriba así, por un lado, la ecofobia o rechazo hacia un mundo material «caído», impuro, sucio, heredado de los pueblos nómades del desierto, que aflora nuevamente en la teología medieval (como dirá San Agustín en su comentario al Evangelio de Juan, «Si delectat te mundus, semper vis esse immundus; si autem iam non te delectat hic mundus, iam tu es mundus» —si el mundo te deleita, siempre serás inmundo; solo cuando ya no gustes de este mundo serás puro). Pero al mismo tiempo y contrario a esa fuga de todo lo mundano, el pequeño jardín-paraíso que ocupa el seno mismo de los monasterios donde los creyentes se refugian de ese mundo caído, está atravesado nuevamente por el afán místico de encontrar en la comunión con lo viviente el camino hacia la salvación. Tanto en la tradición judeocristiana como en la grecolatina y oriental, entonces, la noción del jardín es asociada a la del límite que lo aparta no solo de la naturaleza externa sino también de las relaciones de producción (de la naturaleza cultivada): aun cuando celebra y potencia a estas últimas en su capacidad de proporcionar abundancia y bienestar, en cuanto figura de orden y armonía, también se separa de ellas y alegoriza la soberanía —la capacidad de trascender lo meramente viviente y material— encarnada en los poderes políticos y cúlticos de ciudad, estado e iglesia.

Esa asociación parece común a las culturas y épocas más diversas. El náhuatl distingue entre los jardines amurallados (xochitepanyo) y los jardines de flores más humildes, cercados apenas por una barda de cañas o de ramas (xochichinancali), y aún los “palacios de flores” (xochiteipancalli) de mayor opulencia. Ya hemos mencionado la etimología persa del griego parádeisos —jardín— que proviene del avestano pairidaēza (de pari: «alrededor» y daēza: «arcilla»), literalmente «muro circundante», término usado para referirse a jardines generalmente rectangulares y encerrados por muros. El chārbāgh islámico (en persa antiguo: «cuatro jardines»), tal como se encuentra aún en palacios y sepulturas en Irán, Afganistán, Paquistán y la India, preserva el diseño geométrico de estos jardines antiguos en su división cuadriculada con dos ejes de caminos o acueductos cruzados, en representación de los cuatro jardines del paraíso que describe el Corán. La raíz indoeuropea ghorto, en tanto, remite a las nociones de «cerca», «borde», «apartamiento». De ella proviene la moderna voz francesa «jardín» (que de ahí pasa a las lenguas ibéricas), diminutivo de jart —huerto— que es a su vez el origen de la voz inglesa yard, patio, que en Norteamérica se sigue usando como sinónimo de jardín. En antiguo alemán, gart (del indoeuropeo antiguo gher, cerca) significaba «círculo»; de la misma raíz provienen tanto el griego khórtos (recinto, cercado) y el latín hortus, huerta, como la voz inglesa court («patio» pero también «juzgado», «dominio») y la voz rusa ogorod, jardín de legumbres. Tuin, la palabra holandesa para jardín, tiene el mismo origen en el antiguo alemán tun —cerca, vallado— que la voz inglesa town, que en el Medioevo designaba a un pueblo fortificado, lo mismo que la voz francesa ville que proviene, en cambio, del latín villa, por finca o hacienda. «Parque», mientras tanto (del antiguo inglés pearroc, tierra encerrada), comparte etimología con el holandés moderno perk, macizo de flores. El jardín, como indican esos parentescos etimológicos con la ciudad, la casa y la división de tierras que marca el origen de la agricultura, se ubica en una compleja posición de confluencia y separación respecto a todas éstas, que abre un espacio y tiempo sígnico de autorreflexividad sobre sus relaciones mutuas. Campo, ciudad y casa se encuentran y se separan en el jardín que es, en relación a ellas, a un mismo tiempo utopía, heterotopía y extopía (aunque nunca en la misma medida). Es la imagen ideal que las trasciende a todas, pero también el espacio y tiempo que las contiene por igual y suspende su separación. Y es, por fin, lo que yace por fuera de ellas sin dejar de ser una realidad material y tangible: un no-lugar pero también un híper-lugar y un afuera radical.  La historia de los jardines, de hecho, podría contarse por entera como oscilación entre estas tres figuras: utopía, heterotopía, extopía.

Del orden de la primera son, o aspiran a ser, los jardines humanistas del siglo XVI, época en que aflora asimismo el género literario-filosófico al que dio nombre el libro de Tomás Moro de 1516. Leemos allí que «los utópicos cuidan mucho de sus jardines, en los que cultivan la vid, árboles frutales, plantas y flores muy bellas, y cuidado todo con tanto esmero que sus frutos se consideran los mejores y de más positivo rendimiento. Su interés por esos cultivos no proviene solo de su propia satisfacción, sino de los concursos de las calles para destacar qué jardín es el mejor cultivado»; antecedentes directos, éstos últimos, de las contiendas por cultivar «la cuadra más verde del barrio» que se realizan cada año en la ciudad de Nueva York y en las que aún resuena sin que nos demos cuenta el viejo afán utópico. Si el jardín-huerto de Moro presenta características de convivencia democrática y horizontal, los jardines de La ciudad del sol de Tommaso Campanella o de La Nueva Atlántida de Francis Bacon resaltarán, en cambio, la armonía de proporciones de los jardines de Heliópolis o la sofisticación tecnológica de las obras de mantenimiento y riego de los de Bensalém, en consonancia con las convicciones teocráticas y fisiócratas de sus autores.

Mención especial merecen los jardines de la isla de Citera en Hypnerotomachia Poliphili o El sueño de Polifilio, de 1499, texto atribuido al fraile dominicano Francesco Colonna a quien las primeras letras de cada capítulo indican como el verdadero amante de la bella y espuria Polia («muchas cosas», en Latín). Gran alegoría de la curiosidad y la sensibilidad —de la pasión por el saber y la belleza que en el fondo son la misma cosa— la isla-jardín de Venus adonde viajan los amantes tiene un marcado diseño geométrico formado por sucesivos anillos circulares en bandas concéntricas, atravesadas por ejes diagonales que las dividen en sectores, diseño que se recuperará cuatro siglos después en las ciudades-jardín del urbanista inglés Ebenezer Howard. Pero ya en los grandes jardines renacentistas como los de la Villa Medici en Fiesole, los de la Villa d’Este en Tívoli cerca de Roma o los Jardines de Bóboli en Florencia, el jardín isleño de los relatos utópicos resuscita en versión invertida en la isola que, muchas veces en forma de fuente en el medio del estanque, ofrece al centro del diseño un contraste grotesco al orden geométrico y racional que confluye sobre ella. Como afirman Fernando Aliata y Graciela Silvestri, en el jardín humanista del Renacimiento «la analogía medieval entre jardín y Paraíso bíblico se enriquece con la intersección de la Arcadia pagana… utopía en el sentido estricto». El jardín, en su perfección geométrica, evoca ahora no apenas el orden de la creación perdido con la expulsión del Edén sino, ofreciéndose en visión panorámica a través de sucesivas terrazas en leve bajada, «un momento en que el universo de la racionalidad ha llegado a dominar la oscura natura».

Esa exaltación del triunfo de la ratio llegará a su cúspide con las grandes alamedas, topiarios y terrazas que Le Nôtre diseñará, primero, para el ministro de hacienda del Rey Sol, Nicolas Fouquet, en su mansión de Vaux-le-Vicomte, y luego para el propio soberano y en versión aún más agigantada en Versalles. Pero ya en el mismo siglo XVII comienza, en parte como respuesta al gigantismo absolutista, cierto giro de una idea utópica hacia un nuevo concepto “heterotópico” del jardín, cuyo espacio se permeabiliza cada vez más hacia la naturaleza circundante. El mismo Bacon, artífice imaginario de la utópica Atlántida, publica en 1625 el breve ensayo Of Gardens, verdadero manual de horticultura donde aboga por incluir, además del césped al frente y el área central con su fuente, topiario, senderos y alamedas, un «brezal o desierto» (a heath or desart) para completar la armonía del conjunto con la composición, al fondo del espacio ajardinado, de una versión en miniatura de la vida silvestre en contra de la cual habían militado los «jardines de la inteligencia» del absolutismo. Ahora, en cambio, se tratará de construir al interior mismo del reducto de orden que es el jardín una representación que se asemeje al máximo a lo que yace a su exterior: «En cuanto al brezal —escribe Bacon— lo quiero enmarcado lo más posible por una naturaleza salvaje. Árboles yo no tendría allí, sino algunos matorrales formados solo por rosas eglanterias y madreselvas, y algunas viñas silvestres en torno. Y el piso sembrado de violetas, frutillas y primaveras, pues éstas son dulces y prosperan en la sombra. Y que estén esparcidos por el brezal, aquí y allá, sin orden alguno. También me gustan pequeños montículos, del orden de las toperas (como se encuentran en los brezales salvajes), a ser instalados, algunos, con tomillo silvestre, otros con camedrio que da al ojo una buena flor, otros con hierba doncella…».

En realidad, Bacon (o quizás alguno de sus sucesores como Uvedale Price o William Gilpin, portavoces del pintoresquismo dieciochesco que llevará aún más lejos ese nuevo gusto por la irregularidad en las formas naturales al convertirla en el principio rector del jardín entero) bien podría ser ese visitante anónimo quien, en La quérelle des jardins de Raúl Ruiz, acude repetidamente a salvarlo (para su fastidio) a un joven caminante de sus atisbos de suicidio, señalándole los efectos terapéuticos de las perspectivas y la variedad sobre el alma atormentada. La ironía de ese corto filmado en 1982 para la televisión francesa es, sin embargo, que ese jardín “inglés” (en realidad, se trata de una sección del Bois de Boulogne organizada según la estética ecléctica del siglo XIX) le hubiera convenido mucho más a la esposa del joven que, simultáneamente, intenta infructuosamente encontrarse a escondidas con su amante en el parque de Versalles, escenario en cuya geografía transparente y monumental de senderos, terrazas y rotondas resulta imposible esquivar la mirada de todos, suegras, amigos y ex rivales incluidos. Mejor no citarse ahí donde todo el mundo se da cita, parece recomendar el film, y sí allí donde cada paso nos lleva a un nuevo escondite diferente.

El gusto “inglés” por la variación y la “naturalidad” encontrará un primer apoyo conceptual importante en la noción del sharawadgi (del japonés «shara’aji», incontable), atribuída erróneamente a la jardinería china por el diplomata William Temple en su ensayo Upon the Gardens of Epicurus (1690). Allí, Temple desarrollaba una estética del jardín que reniega de la simetría y las líneas rígidas en beneficio de la apariencia orgánica y espontánea (concepto puesto en práctica en su mansión de Moor Park, Hertfortshire, huerto frutal visto muchas veces como un precursor temprano de los grandes jardines «paisajistas» en Blenheim, Chiswick, Stowe y Stourhead, etre otros). Una herramienta clave en esa introducción del concepto de belleza natural al jardín a través de la reinterpretación del borde como zona de transición y continuidad entre jardín y «paisaje» será el Ha-ha –foso invisible desde la distancia, a veces con una canaleta, otras como un simple desnivel con el terreno circundante– introducido por primera vez por el arquitecto y paisajista Charles Bridgeman. Como una suerte de trompe l’oeil en tres dimensiones, el Ha-ha mantiene fuera del jardín al ganado y los animales silvestres al tiempo que, desde un punto de vista distante, ofrece un plano ininterrumpido entre el gran prado de hierba del jardín y los campos a la distancia; zonas exteriores que, ahora, los jardineros paisajistas como William Kent y Lancelot «Capability» Brown empezarán a intervenir con plantaciones estratégicas de árboles a la distancia y nivelaciones de barrancos y colinas para enmarcar sus creaciones. En palabras de Walpole, con la emergencia del parque paisajista, el jardinero «saltó el cerco y vio que toda la naturaleza era un jardín… Entonces, manejando sino los colores de la propia naturaleza y capturando sus aspectos más favorables, los hombres vieron emerger ante sus ojos una creación nueva. El paisaje vivo fue enmendado y pulido, aunque no transformado».

Ya no locus amoenus de otredad radical respecto a una «naturaleza» externa, caótica y amenazante cuyo adiestramiento triunfal ostentaba el jardín renacentista y el del racionalismo francés, el landscape garden inglés (con antecedentes en los jardines barrocos germanos y holandeses) se destacará, ahora, por el artificio aún mayor de ofrecerse en continuidad con la naturaleza silvestre y la campiña agrícola al mismo tiempo que las pretende contener en su totalidad. Si ahora «toda la naturaleza es un jardín», el jardín se vuelve él mismo un compendio aglutinador de «toda la naturaleza» —a veces literalmente, como en los «jardines universales» (Weltgärten) de los centros imperiales y mercantiles como Viena, Ámsterdam o Londres donde el alcance de poder geopolítico se refleja en la variedad de materia floral y botánica «aclimatizada». Más adelante, en el siglo XIX, las grandes exposiciones universales también  incluían recreaciones de jardines exóticos (como el pabellón del Brasil en la gran exposición parisina de 1889 que, valiéndose de la novedosa tecnología de calefacción a gas, ofrecía al público francés un jardín amazónico en miniatura en cuya fuente central flotaban unas Victoria regia, planta acuática enorme cuya hojas alcanzan hasta un metro en diámetro). Ya no más utopos, el jardín deviene heterotopía, un «espacio otro» capaz de yuxtaponer y hacer convivir en un mismo terreno (cuyos bordes, en lugar de las antiguas murallas, son ahora zonas de negociación y transferencias mutuas) a formas y contenidos distantes y hasta contradictorios.

Cabe recordar que los jardines botánicos y parques públicos del Nuevo Mundo predatan en al menos medio siglo a los europeos. El Castillo de Chapultepec, residencia de verano construida a las órdenes del virrey Bernardo de Gálvez en 1785, aprovechaba y reacomodaba lo que quedaba de los antiguos jardines aztecas; a los pocos años y bajo la administración de Revillagigedo, se agregaba al predio un jardín botánico para el estudio de la aclimatación de plantas exóticas. Para entonces, ya existía desde casi dos siglos la Alameda mexicana —primer parque público de cualquier ciudad hispana— construida en 1592 y por tanto adelantada en cuatro décadas al Jardin des Plantes parisino (construido recién en 1635) y siete a las Tullerías, abiertas al público general en 1666. Según indican las ordenanzas municipales, durante las primeras décadas fueron recurrentes las dificultades en cuanto a prohibir el pastoreo de animales, el asentamiento de chozas y casitas y hasta la tala de árboles para leña en los terrenos parquizados.

En Lima, la primera alameda data de 1609, construida por Cristóbal Gómez en las cercanías del convento de los monjes descalzos junto al río Rímac, zona donde el Marqués de Montesclaros —Virrey del Perú entre 1607 y 1615— solía pasar sus veranos. Estaba conformada por ocho hileras de árboles que se extendían por más de quinientos metros, con tres fuentes decorativas en la calle del medio (sucesivamente, el terreno resecado obligó a reforestaciones en 1611 y 1615, respectivamente, en las cual se plantaron sauces). La Alameda santiaguina, en tanto, conocida en la época colonial como Paseo de la Cañada (debido a su ubicación sobre un antiguo brazo del río Mapocho) y más tarde como Paseo de las Delicias, data de finales del siglo XVII o principios del XVIII, distinguiéndose ya en el plano de la ciudad confeccionado por Amadeo Frezier en 1713.

Pero el jardín, además de imagen del locus amoenus utópico y de zona heterotópica de transición entre casa y calle, ciudad y campaña, también plantea un espacio y tiempo alternativo a los de la ciudad o el reino: el jardín es extopía, en tanto se ubica en un tiempo y espacio apolítico. Para acudir a sus dominios, primero hay que apartarse de la polis. Así lo entendían las escuelas filosóficas de la Grecia antigua que, como la Academia platónica o el Liceo aristotélico, se hallaban fuera de las murallas. Para dedicarse al ejercicio de la razón como un bien en sí mismo más que un medio para alcanzar un fin, primero hay que tomar distancia de la ciudad como teatro de lo político y escenario del comercio, de la razón instrumental. Aún más lejos, en términos conceptuales antes que geográficos, fue la escuela epicuréica también conocida como «los filósofos del jardín». En el jardín de Epicuro, situado junto a la puerta de Dipylon en el límite de Atenas, el grupo de discípulos se esforzaba, en el ejercicio diario de convivencia cuidando las plantas en el jardín y la huerta, a alcanzar el estado de serenidad que denominaban ataraxia (literalmente: la no perturbación). La ataraxia es un tipo de equilibrio, satisfacción y autosuficiencia que se alcanza solo al haber aprendido desprenderse de la ambición individual pero sin desatender por ello, en el cuidado de los otros y de las cosas vivientes, el de sí mismo que se halla a través del placer (aponia o el estado de ausencia de dolor). Un espíritu cultivado, para los epicuréicos, se forjaba en el ejercicio de cultivación del mundo y de uno mismo. Como lo explica Harrison, «el jardín cumplía un papel pedagógico crucial, pues al revelar diariamente la interconexión entre crecimiento y decadencia, al revelar cómo la muerte es la consumación y no meramente la terminación de la vida, también contribuía a renaturalizar la mortalidad humana… En otras palabras, la ansiedad no era tanto superada sino más bien transfigurada por la vida filosófica, de la misma manera en que los jardines —cuando son bien concebidos— transfiguran la naturaleza en vez de superarla».

La extopía del jardín tiene otra dimensión que es quizás aún más importante. Porque la «historia oficial» del jardín que acabamos de bosquejar es, como todas las historias oficiales, una historia sesgada, sustentada por un archivo constituido más que nada por lo que excluye a raíz de prejuicios étnicos, clasistas, religiosos y de género. Fuera de relato quedan, las más de las veces, los huertos y las parcelas obreras en los centros industrializados que siguen resistiéndose a la desapropiación de las tierras comunes y al desarraigo campesino al trasladar y reinventar formas de cultivo aún en las condiciones adversas del conventillo y la barriada. Poco sabemos de las huertas medicinales cultivadas, durante siglos, en Europa y las Américas por curanderas en su gran mayoría mujeres quienes, contra la violencia homicida de la Inquisición y de los aparatos represivos del estado y de la ciencia, legaron a nuestro presente un patrimonio invalorable de saberes farmacéuticos, homeopáticos y psicotrópicos así como de convivencia con el mundo vegetal más ampliamente, saberes que la metrópoli —como demuestra Samir Boumediene en su bella historia de las plantas medicinales del Nuevo Mundo— se empeñaba por extirpar y someter desde los primeros días de la colonización.

Y casi no hemos hablado todavía de los jardines no occidentales: no solo aquellos que, en distintos momentos de expansión imperial comenzaron a proveer de ingredientes a la dieta occidental, a través de las huertas y los campos transoceánicos, como la manzana, el tomate o las papas así como los que, desde el siglo XIV, llenaron de flores al todavía pobre y verdoso jardín medieval (el episodio más conocido en esta historia es el frenesí de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII, importados desde Turquía y objeto del primer crash bursátil al desplomarse el precio de los bulbos). También existen jardines ahí donde el ojo imperial hasta hoy se resiste a reconocerlos, como es el caso de los huertos de esclavos y de las tierras cultivadas en los pueblos cimarrones en la franja atlántica circum-caribeña y el Pacífico colombiano, así como los jardines rotativos que cultivan muchos de los pueblos amazónicos acomodándose —y colaborando con— los ritmos de regeneración del suelo y de la materia vegetal, como demuestran los abundantes hallazgos arqueológicos de las «terras pretas» esparcidas por toda la región. La extopía del jardín, antes de ser una de sus modalidades formales, apunta así antes que nada a su carácter anárquico, fuera de archivo: los jardines, en su gran mayoría, son el fuera-de-campo del relato histórico —pero es así, quizás, que aún hoy cuando la historia misma parece encaminada a su agotamiento, ante una catástrofe ecológica de dimensiones imponderables, el jardín todavía encierra un resto de potencialidad, una pequeña promesa de sobrevida.


La noche de los Xawarari: notas sobre epidemiología amazónica

Claudia Andujar, de la serie “Marcados” (1980-1984)

Acaba de salir mi artículo integrante del dossier “Lecturas de/sobre pandemia: anticipación y anacronía”, coordinado por Alicia Vaggione y Paola Cortés Rocca (Revista Heterotopías 4:7, 2021).

Resumen

La pandemia de Covid-19, en particular desde el auge de la llamada variante Manaos o P1, ha tenido en la región amazónica uno de sus epicentros más recientes, con consecuencias devastadoras para las comunidades indígenas y campesinas de la región quienes frecuentemente carecen de acceso a los más elementales servicios de salud. El impacto agravado del coronavirus sobre los pueblos amazónicos, por otra parte, no hace más que reactualizar e intensificar un ciclo muchas veces ininterrumpido desde el primer contactocon la sociedad blanca, como revelan con elocuencia los retratos de miembros del pueblo Yanomami tomados por Claudia Andujar a principios de los ochenta en el marco de una campaña de vacunación contra las epidemias causadas por la apertura de la Transamazónica y el boom aurífero en la región. En este ensayo, analizo el libro-testimonio La caída del cielo, co-escrito por el chamán y activista Davi Kopenawa y el antropólogo Bruce Albert, como el esbozo de una epidemiología amazónica. En contraste con —aunque no necesariamente en contra de—una biopolítica humanitaria que (como la serie fotográfica de Andujar) busca inmunizar a cuerpos individuales en función de blindar a la población de los efectos de la máquina necropolítica extractivista, esta epidemiología piensa a las enfermedades en clave cosmo-política, como un desafío a la extensa red de transculturaciones narrativasentre existentes que forman el mundo-bosque, y que el propio texto de Kopenawa y Albert procura rehacer desde y sobre la catástrofe.

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Abstract

The Amazon has been a recent epicenter of the Covid-19 pandemic, particularly since the rise of the so-called Manaus or P1variant, with devastating consequences for Indigenous and peasant communities in the region who frequently lack access to the most basic health services. The aggravated impact of the coronavirus on the Amazonian peoples, on the other hand, does nothing more than update and intensify a cycle many times uninterrupted from the first contact with white society, as the portraits of members of the Yanomami people taken by Claudia Andujar in the early eighties in the contextof a vaccination campaign against the epidemics caused by the opening of the Transamazónica and the goldrushin the regionso eloquently show.In this essay, I analyzeThe Falling Sky, a book co-written by the shaman and activist Davi Kopenawa and the anthropologist Bruce Albert, as outlining an Amazonian epidemiology. In contrast with—though not necessarily against—a humanitarian biopolitics that (like Andujar’s photographic series) seeks to immunize individual bodies in order to shield the population from the effects of the extractive necropolitical machine, this epidemiology thinks about diseases in a cosmo-political key, as a challenge to the extensive network of narrative transculturations between existents that make up the forest, and that the text of Kopenawa and Albert tries to remake in the face of catastrophe.

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El giro fascista: cinco hipótesis

Texto completo en el Blog del Journal of Latin American Cultural Studies

integralismo

(Cartel de Ação Integralista Brasileira, años 30)

Como la explosión de un absceso purulento, la victoria con más del 55 % en las elecciones presidenciales brasileñas de un candidato abiertamente racista, misógino y homofóbico, defensor entusiasta de dictaduras y de la tortura de opositores, partidario de soluciones eugenésicas para indígenas y afrobrasileños a quienes ha tildado de hediondos, ignorantes y criminales –cuando no directamente de cualquier disidencia política, religiosa o cultural– produce al menos un efecto saludable de sinceramiento. Porque no solo, como era de esperar, no perdieron tiempo en celebrar la llegada a sus filas del Führer tropical los Trump, Salvini, Le Pen, Orban — la lista podría alargarse infinitamente. También las educadas y cosmopolitas “derechas democráticas” de nuestras republiquetas vecinas, cuyas loas cantaba hace apenas unos años el editorialismo de cuello blanco, se aprestaron por hacer constar, por si quedaba alguna duda, de que también ellas, por supuesto, habían militado desde siempre en la falange donde reviste el reservista vencedor. Era uno más del palo el verdeamarillento, sacaban pecho los Piñera, los Macri, los Cartes; verdadero visionario –se emocionaba el canciller argentino Faurie ya tras la primera vuelta– con el ojo puesto en el futuro y no en el pasado. Pero si era tanto el apuro de los hasta anoche vestales del republicanismo pampeano por probarse la camisa marrón antes de que se las arrebate el primer hijo de carnicero, ¿no se cae por su propio peso la teoría de los dos demonios, previsiblemente desempolvada por personajes nefastos como el ex-presidente FHC? En declaraciones a la Folha el ex-sociólogo hacía saber que, contrario a lo que las incontinencias del personaje parecieran indicar, los brasileños no habían depositado su fe en un nazi confeso, ni siquiera un fascista, no: apenas un “autoritario”, esa mágica palabra-coartada que ya le había rendido tan buenos servicios, a FHC y sus socios, en los viejos buenos tiempos de la “transición democrática”. Y cuyo diagnóstico, como seguramente no tardarán en rematar los Vargas Llosa, los Castañeda y otras viudas del neoliberalismo noventista, ¿no había sido comprobado, precisamente, por la reciente elección mexicana de otro demagogo carismático, no importa que de prédica diametralmente opuesta a la del capitán carioca? ¿La culpa no será, por tanto, y como era de esperar, del infame populismo, ese que ahora se lame sus heridas cuando había desatado él mismo la bestia que ahora lo devora? ¡Ya está en los quioscos! — solo que, por más que la repitan, esa tierna fábula liberal de aprendices de brujos no deja de chocar con el sencillo hecho de que los votantes del ex-militar y los del ex-alcalde de la capital azteca no son en su inmensa mayoría los mismos, como tampoco lo son los del ex-obrero metalúrgico: si fuera solo por el voto de los favelados, los nordestinos, los sectores de menos recursos –la plebe, en suma– Haddad habría ganado de manera contundente. En cambio, ya lo han dicho voces más calificadas, los problemas empiezan cuando los que ya no quieren pertenecer a ese pueblo populista, esas proverbiales cuarenta millones de ex-pobres, “la nueva clase media de Lula”, se desmarcan de esa alianza con la violencia propia de los conversos. Pero si ése es el eje por el que gira el giro fascista: ¿qué expresa la aceleración vertiginosa de su espiral violenta? ¿Hacia donde apunta su odio?

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